Al agua, pato

Cada tanto, y cuando puedo, me gusta hacerme una escapada de fin de semana a mi departamentito de San Bernardo.

No es gran cosa, pero está frente al mar. Literalmente, frente al mar; el mar lo tenés ahí nomás.

Para mí es la Fortress of Solitude de Superman, la baticueva de Batman, el castillo Grayskull de He-Man, el barril del Chavo.

En Buenos Aires vivo frente un parque muy bonito donde la gente camina, trota y hace taichichuán. Yo lo piso apenas cuando necesito cruzarlo para ir al Banelco de enfrente. En San Bernardo, en cambio, me pongo a caminar por la playa y si no me parás llego hasta Bahía Blanca.

En Buenos Aires tengo la cocina llena de curries, pimienta de jamaica, cardamomo, cinco especias, ajinomoto, chutneys, salsa nosecuántasislands, aceites saborizados y vinagres artesanales. En San Bernardo, con un pescado crudo y un limón, estoy hecho.

En Buenos Aires soy capaz de perderme a cuatro cuadras de mi casa porque tengo un problemita en el cerebro, en la parte que se encarga de la ubicación espacial. En este momento escribo esto en el living de mi casa y si me preguntás para qué lado está la avenida Rivadavia, no lo sé. En San Bernardo es más fácil: uno de los “lados” es el mar y me simplifica el tema de la orientación terriblemente.

En Buenos Aires tengo computadora con monitor de 24 pulgadas, laptop, router, escáner multifunción, pendrives, cablemódem y reproductores de DVD que leen Divx. Tengo las temporadas completas de Seinfeld, Californication, House, Curb Your Enthusiasm, Rome, The L Word, Friends, The IT Crowd, How I’ve Met Your Mother, The Sopranos, Six Feet Under... En San Bernardo tengo un balcón que da al mar. Y no me gusta perderme ni un capítulo.

En Buenos Aires no te tomo sol ni a punta de pistola. En San Bernardo me voy al muelle a pescar y la última vez me tuvieron que poner aloé vera por vía endovenosa para volverme a la vida. Y ni me mosqueé.

Ni música llevo a San Bernardo. Tengo el mar.

Ni libros me llevo. En San Bernardo recuerdo los libros que leí en el pasado.

El whisky más rico que tomé en mi vida es el que tomé cada anochecer en el balcón de mi departamentito en San Bernardo.

(Nota: no sé por qué la gente cuando va a la playa toma tragos pelotudos, con muchas bebidas mezcladas, 256 colores, paragüitas y rodajitas de fruta. La bebida oficial del mar es el whisky y sanseacabó. Y si alguno quiere saber exactamente qué whisky, que pregunte.)

En San Bernardo nunca me siento solo. Contengo multitudes, y allí me llevo bien con todas ellas.

Cuando faltan horas para salir hacia San Bernardo se me acelera un poco el corazón. Me baño por segunda vez en el día para subirme al micro limpito, con ropa recién puesta, como cuando uno va a salir con una mina.

A veces, para hacer tiempo hasta la hora de salida del micro, y ya dejándome arrastrar por los huracanados vientos de la pelotudez, me pongo a mirar por enésima vez alguna película de mar, como Tiburón, Cast Away o Master and Commander. Es ridículo, ya lo sé. No hay tiburones en San Bernardo, el Almirante Nelson nunca pasó por allí y las posibilidades de quedar varado en una San Bernardo desierta teniendo que hacer fuego frotando maderitas son nulas.

Pero así de ridículamente feliz me siento cuando faltan pocas horas para salir hacia San Bernardo.

Como ahora, que miro impaciente el reloj, mi bolso y la puerta.