miércoles, 7 de septiembre de 2005

¡MI HIJO DEBUTÓ!

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
Ir al índice para leer el libro completo.
Ir al inicio del blog.

En el capítulo anterior hemos habado ya sobre mi gato Richie, encontrado en la calle y rápidamente adoptado en la familia. Y allí quedó revelada también una enfermiza relación amo-mascota, que más bien ya empieza a parecerse a un vínculo padre-hijo. Vuelvo sobre el tema para contar un poco más sobre el minino, pero evitemos por favor las connotaciones psicoanalíticas y rebuscadas: un gato es un gato y nada más.

¡Mi hijo debutó!

¡Ops, perdón! Me traicionó el inconsciente. Quise decir que mi gato debutó. Bueno, tampoco sé si un gato "debuta", pero en fin… Ustedes me entienden.

Así que con cierto innegable orgullo paternal procederé a contar lo que sucedió aquel día, y disculpen si en medio de la historia se me escapa un lagrimón macho.

La cosa se veía venir desde hacía un tiempito. Richie fue creciendo día tras día y su comportamiento fue cambiando al mismo ritmo. En cuestión de meses llegó a lo que se podría llamar una adolescencia gatuna, que es asombrosamente similar a la adolescencia humana, con la salvedad de que los gatos no escuchan rocanrol.

Y digo que es parecida porque, tal como ocurre con cualquier chico de edad proporcionalmente similar, mi gato se volvió loco. Lejos de permanecer largas horas tirado por ahí, al pedo en la vida, mi gato lloraba, corría, saltaba, se reía (¿nunca vieron a un gato reírse?), meaba, se revolcaba por el piso, tropezaba, se llevaba las cosas por delante, arañaba, mordía…

En un principio me asusté, y ya considerando la posibilidad de sacrificarlo ante la sospecha de una misteriosa enfermedad, lo llevé al veterinario. En el consultorio, el profesional y yo descubrimos la verdadera causa del notable trastorno en la conducta del animal. Revisándolo con cuidado encontramos rápidamente la causa.

La causa estaba ahí, rojita y puntiaguda, en forma de pito parado.

El gato estaba caliente, a verdad sea dicha.

Y volví de la veterinaria con más problemas de los que tenía cuando fui. Porque una cosa es un gato enfermo, cosa que se soluciona con un par de comprimidos y jarabitos, y otra muy distinta es un gato calentón.

Mientras me fumaba seis cigarrillos juntos y meditaba sobre la cuestión, le avisé a mi novia que, por las dudas, durante esos días tomara dos píldoras anticonceptivas juntas. Uno nunca sabe.

¿Qué tenía que hacer, por Dios? Consultado al respecto, un compañero de trabajo me dijo en tono muy canchero: "Y… Traele una gata". ¡Cómo se nota que el turro no tiene gato! ¿Cómo le iba a llevar una gata? ¿Qué gata? ¿Una gata de la calle? ¿Una cualquiera? ¡Ni rematadamente loco! ¿Y si se contagia algo? ¿Y si se pesca algo así como ladillas felinas? Es muy arriesgado… Incluso, aunque tomara esa decisión y consiguiera forritos para gato… ¿Después qué hago? ¿Agarro una gata en la calle y la subo a mi departamento para que ellos hagan lo suyo, como si mi hogar fuera un puterío? No, viejo. Uno tiene cierta moral.

Infructuosamente empecé a mostrarle a Richie fotos de lindas gatitas desnudas, en un intento de que el animal se las arreglara por sí solo, si es que se me permite la metáfora. Pero resultó peor. El tipo se ponía cada vez más caliente.

Así que me puse firme y decidí esperar a que se le pasara. Después de todo, si un humano puede bancarse cierta abstinencia sexual, no veo por qué no puede hacerlo un gato...

Y el quía fue poniéndose cada vez más insoportable, más intolerable, más nervioso y más caliente, al punto tal que llegué incluso a pensar —en un momento de debilidad— en dejarlo hacer lo que quisiera, sea con una gata, sea con mi mujer o sea conmigo mismo, con tal de que no jodiera más.

Pero un día me levanté por la mañana y mientras hacia esas cosas que se hacen ni bien uno se levanta por la mañana, note que el gato no estaba tan insoportable como de costumbre. Es más, ni se lo sentía, estaba como ausente.

Estaba ausente.

Se las había tomado. Desapareció. Se fue.

Y no pude saber cómo. Porque si ustedes conocieran mi departamento (no tengo a mano los planos para reproducirlos aquí, ni mi mujer me dejaría invitarlos a todos a mi casa sin avisar), se darían cuenta de que es imposible salir de él si no es con la llave. Más que "interno", mi departamento es "hermético". Algo así como un submarino norteamericano clase Thypoon.

Pero al toga pareció no importarle, porque pudo salir, algo que resultaría imposible sin estrolarse contra el piso de la planta baja o sin abrir una cerradura blindada. Y, que yo sepa, el minino no hizo un curso de cerrajería a escondidas y matarse no se mató porque en el piso no se veía ninguna mancha roja.

—Debe haberse metido en algún departamento de abajo —intentó tranquilizarme mi novia, con resultados francamente opuestos.

Salí corriendo escaleras abajo, tocando todos los timbres y preguntando por un gato así y así, media negrito, media blanquito, que no responde a ningún nombre porque es un hijo de puta que nunca hace caso y que...

No apareció ni por puta. La mitad de los copropietarios no vio gato alguno y, por sus miradas, mis vecinos dejaron en claro que de haberlo visto o en caso de verlo durante el resto del día, lo harían a la cacerola. La otra mitad no estaban en sus casas, ya que a esa hora la gente normal suele trabajar, excepto yo que estaba buscando un gato caliente por el edificio.

A las tres horas abandoné la búsqueda y me fui a la oficina. No pude hacer nada en todo el día, rompiéndome la cabeza pensando en los destrozos que podría estar haciendo mi gato en un departamento ajeno y los destrozos que podrían hacer en mi humanidad los dueños de esos departamentos ajenos cuando llegaran a la noche y encontraran un colchón meado, un sofá desgarrado, un jarrón tirada y una cortina hecha mierda.

Mis compañeros de trabajo, enterados de la situación se dedicaron a cargarme (unos) y a aconsejarme (otros). En realidad prefería a los primeros, ya que los segundos hacían comentarios tontos como: "Eso lo hacen todos los gatos cuando están calientes", reduciendo mis problemas a una mera cuestión instintiva, y hasta simpática.

A la noche, cuando regresé a mi casa disfrazado de viejecita y con barba postiza (los nervios me confundían) para que nadie me reconociera, subí las escaleras y ahí estaba el hijo de puta. Sucio, despeinadito y con la respiración agitada.

En silencio lo agarré y lo llevé a casa. Mientras lo bañaba note que algo cambiado: su cara. Ahora lucía una expresión tranquila, canchera y experimentada. Quise preguntarle qué había hecho y —fundamentalmente— cómo había salido y dónde había estado pero no lo hice, por respeto a su intimidad.

Cuando terminé de secarlo, el gato caminó un poco por el living y se echó una siestita, mientras yo lo miraba con el orgullito de un padre cuando se da cuenta de que su nene ya no es tan nene.

Y me costó mucho evitar la tentación de ponerle una gotita de whisky en su platito y de ofrecerle un cigarrillo cuando terminó de comer su alimento balanceado. Pero yo sí me tomé un whisky y me fumé un rubio.

En su honor.

¡Ah, varón!

¡Hijo e’ tigre!

2 comentarios:

nennella dijo...

Tierna historia!
Y eso que yo soy muy pacata (jaja, palabra que creo que es la primera vez que uso) en lo que a la vida amorosa de mis gatos se refiere!
Estuvo bien!

Richie es un bonito nombre para un gatito!

Anónimo dijo...

MMMM...y ya pensó donde va a meter a los 18 gatitos que tenga la gata?? imaginese cuando los esperen todos en la escalera...
Un encanto de suegro