miércoles, 7 de septiembre de 2005

EL SEMIHOGAR

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Hace no muchos años el mundo se dividía en dos categorías fácilmente diferenciables: los solteros y los casados.

La vida así era relativamente fácil: o uno era casado, o era soltero, sin más disyuntiva. Salvo ciertas y respetables excepciones (viudez, divorcio vincular, etcétera), era relativamente fácil armar los equipos para los partidos de fútbol de la oficina.

Hoy en día con las cosas como están, para jugar al fútbol con los muchachos del laburo hay que armar un fixture con eliminatorias, repechajes y sorteos de sede entre casados, solteros, swingers, separados de hecho, divorciados legalmente, separados con divorcio vincular en trámite, cornudos conscientes, cornudos no conscientes, casados en terceras nupcias, bisexuales, amantes de mujeres casadas y demás subcategorías que explican por qué entre los compañeros de oficina ya no se juega tanto al fútbol como al paddle.

Para complicar un poco más la situación, está en auge un nuevo estilo de pareja, el último grito de la moda en materia afectiva: el semimatrimonio.

El semimatrimonio es un estado intermedio entre el noviazgo común o clásico y el matrimonio legal con arroz y libreta.

Describamos rápidamente de qué se trata. Una parejita de jóvenes, luego de un tiempito de noviar como Dios manda, decide alquilar un departamentito y juega a llevar una vida de casados, sin mucha responsabilidad, sin mayores compromisos legales y con la garantía de que, si las cosas no van como era de esperar, cada uno puede volver a su respectiva casa paterna y continuar el noviazgo como antes.

La idea no es mala. Uno puede practicar las arriesgadas piruetas del matrimonio, pero con una segura red abajo, amortiguando las caídas.

Incluso puede suceder que los semicónyuges no convivan de una manera total y absoluta, sino que elijan pasar juntos una predeterminada cantidad de días a la semana y el resto del tiempo lo dediquen a sus respectivas familias. Estamos pues frente a una nueva variante de la variante misma del semimatrimonio: el semimatrimonio part-time. Pero esto se está haciendo ya demasiado complicado, y, además, no estamos acá para hablar de la psicología de la pareja moderna, sino para pasarla lo mejor posible.

Así como el semimatrimonio no es un matrimonio real y completo, el lugar físico donde éste reside no es un hogar, sino precisamente un semihogar. Es la casa de uno, pero no tanto. Es una casa alternativa. Es como la casita de fin de semana.

A ver si me explico.

Cuando una parejita alquila un departamento, se lo entregan pelado, con paredes y techo y nada más. Se hace necesario, entonces, volverlo habitable, trasladando objetos personales y comprando algunas cosas imprescindibles. Pero uno no puede agarrar todo de la casa donde vivió hasta ese día con sus padres y llevarlo a su nuevo departamento, semisede del semihogar semiconyugal. Sólo se lleva algunas cosas.

Y acá se producen algunos inconvenientes.

En mi caso personal, valga como testimonio, la cosa fue así: como yo no quise hacer de mi mudanza un hecho traumático para mi familia, con mi mejor cara de boludo llevé a cabo una "mudanza hormiga" (así como hay contrabandos hormiga, también hay mudanzas hormiga), cargándome cosas en los bolsillos o poniéndome muchas camisas una encima de la otra, y así. Cuando mis viejos se dieron cuenta de algo, ya me había instalado en mi nuevo domicilio y había mudado la mitad de mis pertenencias.

Pero claro, un poco por la impetuosidad juvenil, y otro poco porque estas cosas se hacen a las apuradas y a escondidas de los viejos, se sucedieron ciertas desprolijidades. Por ejemplo, entre las cosas que llevé a mi departamento figura un zapato. Uno. El derecho. El otro quedó allá, en otro barrio, en la casa de mis viejos. ¿Y de qué me sirve a mí un solo zapato? Necesito el otro, pero… ¿Dónde lo necesito? Porque supongamos que rescato el que quedó en mi casa materna y lo hago reencontrarse con el zapato derecho que está en el depto, y supongamos que un día en que estoy viviendo en lo de mis viejos tengo que ponerme zapatos... ¿Qué hago?

Por regla general, se encuentre donde se encuentre, uno siempre necesitará lo que quedó en la otra casa.

Algunas de las cosas que tengo en mi nuevo semihogar son: seis tomos de una enciclopedia de diez, lo que me obliga a ser un completo ignorante sobre cualquier cosa cuyo nombre empiece con alguna letra entre la "N" y la "Z"; un walkman sin auriculares; unos discos de 45 rpm de Harry Belafonte que, supongo, son de mi viejo, pero que siempre me olvido de devolverle; una máquina de escribir eléctrica sin transformador; la Fe de Bautismo (todos los demás documentos quedaron allá); y un taladro sin mechas que sirve sólo para hacer ruido, nomás.

Todas mis cosas están repartidas en dos exactas mitades, y, según donde me encuentre, ninguna de las dos mitades me sirve para nada.

Otro problema gravísimo que aqueja no sólo a los jóvenes recién semicasados, sino a cualquiera que se independiza o se va a vivir solo, es el siguiente.

Cuando una familia vive en una misma casa durante unos cuantos años, se van acumulando cosas: relojes rotos, clavos doblados, cajas, frascos vacíos, papeles, trapos, objetos, porquerías, basura en general.

Pero cuando uno se muda a un departamento nuevo, estas porquerías no existen.

Y supongamos que un día uno necesita una maderita así o un fierrito así... ¿De dónde lo rasca? Porque en la casa vieja había, uno los vio, estaba lleno de maderitas y fierritos así. Pero acá no. ¿Y uno qué hace? ¿Rompe una silla? ¿Desarma un mueble para sacar un palito? Tampoco se puede comprar. Uno no puede ir a Coto y pedir "un cachito de madera así". No hay.

He ahí un grave problema.

Además, durante toda su infancia, uno convivió con ciertos objetos que siempre estuvieron allí, nunca se compraron: perchas, por ejemplo. ¿A quién se le ocurre comprar perchas? Las perchas estaban ahí desde que yo nací y seguirán hasta el día en que la casa se venga abajo.

Otras cosas que ignoramos hasta que las necesitamos son destapadores, abrelatas, sacacorchos y pelapapas. ¿Quién puede ser tan enfermizamente previsor como para comprar un pelapapas antes de la mudanza? Los pelapapas no se compran, simplemente están. Nadie hace una lista de regalos para el casamiento pidiendo un televisor, un juego de copas de vino y un pelapapas. Uno va postergando inconscientemente la adquisición del utensilio hasta que, inevitablemente, hay que pelar una papa un sábado a las diez de la noche. ¿Qué hacer? ¿Pelarla a golpes contra los azulejos? ¿Pelarla con un cuchillo con el consiguiente derroche de trescientos gramos de papa útil?

Ah, ¿ve que no era tan fácil, todo?

A veces tienen razón, los viejos.

La vida de semicasado o la vida independiente en general no es cosa fácil.

Tiene sus secretos, sus trucos y sus dificultades.

A veces se hace dura de llevar, sobre todo cuando no se tiene un pelapapas a mano.

Pero créanme, pocas cosas son tan divertidas como con una extraña mezcla de madura adolescencia y adultez infantil, cagarse de risa con la persona que uno quiere tratando de pelar una papa con una maquinita de afeitar.

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