miércoles, 7 de septiembre de 2005

A QUIEN DIOS NO LE DA HIJOS, EL DIABLO LE DA GATITOS

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Desde chiquitito siempre quise tener una mascota.

Todos mis amiguitos tenían mascotas. Yo no.

Mis viejos no me dejaban.

No, porque ensucian. No, porque ¿quién la va a cuidar durante las vacaciones? No, porque requieren de mucho cuidado. No, porque cuando te encariñás, se te mueren. Estas y otras excusas del mismo estilo eran hábilmente esgrimidas por mis padres, negándome la posibilidad de crecer como un hombre completo, con todo y mascota.

Papá Noel y los Reyes Magos se gastaron verdaderas fortunas en juguetes costosos, tratando de compensar la ausencia de perritos entre los regalos. En todas mis inocentes cartitas a estas paganas divinidades, yo ponía "quiero un perrito", y los Reyes trataban de arreglarme con una bicicleta, un robot, una nave espacial y hasta con revistas porno, con tal de que yo no pidiera más perritos.

Pero tanto fue el cántaro a la fuente, y tanto rompí yo las pelotas, que con el tiempo mis viejos me regalaron una mascota.

Bah, mascota. Una tortuga.

Una tortuga es una cosa muy especial, producto de la intersección de los reinos animal y mineral. Una piedra con patas que come lechuga y tiene la misma gracia de un adoquín.

Una tortuga no es una mascota, es hora de que se sepa. Es una cosa. Un objeto. No un objeto inanimado, pero casi. Yo veía a mis amigos jugar con sus perros, revolcarse por el piso, correr con ellos y recibir generosas muestras de afecto de parte de los animalitos. ¿Y yo qué podía hacer? ¿Jugar con la tortuga? ¿Cómo mierda se juega con una tortuga? Es como jugar con un ladrillo: uno lo mira, lo da vuelta un poco, lo levanta, lo deja otra vez en el piso y se va a jugar con los playmobils. Revolcarse por el suelo con una tortuga es estúpido. Correr con ella es imposible. Tampoco es fácil interpretar una muestra de cariño dada por un quelonio. No digo que no sean animales cariñosos

o fieles... quizás lo sean. Simplemente, resulta imposible comprobarlo. Es como diferenciar piedras buenas y malas. ¿Cómo se reconoce a un cascote querendón? Pero en fin, mis viejos querían compensar con la tortuga mis carencias afectivas relativas a los animalitos, y yo, como cualquier otra persona normal, me acordaba de que tenía tortuga sólo cuando había que darle de comer y después volvía a olvidarme de ella hasta su próximo tentempié.

Ni nombre tenía la tortuga. Pensándolo bien: ¿para qué iba a tenerlo? ¿Para qué quiere nombre una tortuga, si no responde a los llamados y, que si llegara a hacerlo por tratarse de un reptil superdotado, lo haría tan lentamente que cuando llegara a donde está uno, ya nos habríamos olvidado de que la habíamos llamado?

A esta altura del relato, ya habrán aprendido una nueva razón por la cual muchos jóvenes, en pleno abandono de su adolescencia, deciden independizarse e irse a vivir solos: para poder tener una mascota.

Pues bien, con mi mayoría de edad a cuestas, ya lo tenía decidido: tenía que buscarme un animal. Primero la mascota y después la novia, eso era secundario.

Un poco porque lo segundo vino antes que lo primero, y otro poco por todo el despelote propio de una mudanza, la adquisición de un animal se fue postergando hasta que un día, como una pareja que está contemplando la posibilidad de tener un hijo, con mi novia nos sentamos a charlar. Aunque ahora que releo lo anterior, me retracto: las charlas sobre el Operativo Mascota no fueron como las de un Operativo Hijo; fueron peores, por cuanto un hijo no tiene muchas vueltas, se lo tiene o no se lo tiene. No hay mucho más por discutir. En cambio, sobre una mascota se puede decidir todo, a saber: especie (perro, gato, ofidio u otros), sexo (macho, hembra u otros) raza (siamés, doberman, canario u otros), color (blanco, marroncito u otros), y demás factores optativos que en la actualidad, con todo el famoso manoseo genético del que tanto se habla, permiten conseguir un loro rosa que ladre y coma ratones.

El tiempo iba pasando, y nosotros no habíamos decidido nada, hasta que una noche, cuando se iba un amigo que se había quedado a cenar, el tipo nos toca el portero eléctrico y nos dice: "Che, acá afuera hay un gato cagado de hambre."

Y esto acabó con todas nuestras discusiones. Ya teníamos resueltas las primeras cuestiones. Especie: gato. Raza: vulgaris atorrantis. Color: negro, blanco, gris y un cuarto indefinido. Sexo: evidentísimamente macho.

El gato vino como viene un hijo: inexorablemente. Sin tanto caprichito y sin derecho al pataleo.

Y ahí estaba yo esa noche, convertido en un hombre completo, con un árbol plantado, un libro publicado y un gato adoptado.

Pero en fin, eran las dos de la mañana, y el gato con un hambre a toda prueba, así que había que dejar de filosofar sobre la paternidad y darle de comer de una vez por todas. Pero en mi heladera no había leche, sino un sucedáneo de ésta, con gusto a frutilla y con ese inconfundible sabor artificial que tiene todo lo que sea diet. El gatito comprendió que, dada la hora que era y dado el hambre que tenía, la cosa no estaba como para una cena a la carta, pero me miraba como diciendo: "Me parece que no caí en el mejor lugar".

Pero como a un padre no se lo elige, a un amo tampoco, qué joder.

Esa noche no dormí, dando vueltas en la cama como un pollo al espiedo, abrumado por mis inesperadas responsabilidades de flamante padre, o amo, o lo que sea.

A la mañana siguiente me levanté, y el gato seguía allí. No se había ido y tenía más hambre. Mientras le iba a comprar algo, le di para que fuera entreteniendo su estómago unos quesitos untables sabor roquefort, que serán muy ricos para nosotros, pero no para los gatos, según mi experiencia.

Como ya dijimos, nunca antes había tenido contacto cercano con un animal, por lo que decidí instruirme al respecto y salí corriendo a conseguir un libro de ésos que sólo pueden encontrarse en las estaciones de subterráneo y en ningún otro sitio. Regresé con un ejemplar edición 1964 de El gato: uso y funcionamiento, que de a poco fue avivándome sobre la cuestión.

Decía ahí que a los gatos no hay que bañarlos, cosa que todo el mundo sabe, y hasta yo sospechaba, pero igual yo lo bañé como corresponde a todo nene bien educado; todos los días durante una semana, con jaboncito perfumado y champú Sedal Gato. Logré un milagro genético: el primer gato en el mundo al que le gusta bañarse. Créanme que no jode, ni se queja y hasta disfruta haciendo chapa-chapa en el agua durante su baño, que ya no se repite diariamente, pero sí, al menos, una vez por semana.

Hubo que ponerle nombre al bicho, y como todo padre responsable decidí que un nombre es para toda la vida, y es algo realmente importante. Así que salí a comprar un ejemplar de una revista para padres primerizos, con cinco mil nombres para nena y varón. Como buen italiano, yo pretendía que mi gato llevara, al menos como segundo nombre, el de su padre: algo así como Tom Marcelo y, por supuesto, mi apellido.

Terció la madre (mi novia), y tras una larga discusión se bautizó al felino con un sencillo Richie, porque habíamos leído en el manual del gato que a estos bichos conviene ponerles nombres con muchas letras "i", como Rimini, Rififí o Intríngulis Chíngulis, porque los nombres con letras "o" (Borocotó, por ejemplo) lastiman sus delicados oiditos.

Más tarde surgieron problemas relativos a la correcta educación del chico, digo del gato. El animal, por ejemplo, meaba una almohada, y la madre quería fajarlo.

—¡No le pegués al chico! —me metía yo—. Explicáselo bien, que él te va a entender.

—¡Vos no me descalifiqués delante del gato que después no me respeta! —se enojaba mi novia, y ahí se armaba todo una pelea familiar.

Las dudas sobre psicopedagatogogía se iban sucediendo: ¿Es conveniente que un gatito vea desnudos a sus amos? ¿Será correcto dejarlo salir con gatas o hay que ponerle límites? ¿Educación privada o estatal?

Otro problema —culpa mía, lo reconozco— era que, fascinado ante la primera mascota de mi vida, pretendía que un simple gato aunara todas las características de todos los animales domésticos: quería que fuera fiel y jodón como un perro, calladito y tranquilo como un gato, que cantara como un canario, que repitiera palabras como un loro, que fuera de vivos colores como un pez tropical y que tuviera algo —no sé qué, pero algo— de la vieja y querida tortuga de mi infancia.

Y todo no se puede.

Se puede conseguir que un gato responda al llamado de su amo, pero es jodidísimo que traiga un palito que le hayamos tirado. Se puede juguetear con un gatito como con un perro, pero te regalo sacarlo a pasear con una correa, porque el gato se trepa a los árboles, se mete en los agujeros de las paredes, se sube a los canastos de la basura, y uno anda con la soguita de acá para allá, como revoleando boleadoras.

Pero es hermoso, mi gato.

Lo quiero —como ya habrá podido verse— como a un hijo.

Como al hijo que todavía no tuve.

Y si puedo llegar a ser tan baboso con un gato, si soy capaz de cederle más de la mitad de mi cama para que el tipo duerma cómodo, si soy capaz de comprarle empanadas de pollo, desarmarlas y servirle el relleno en un platito, no quiero ni pensar cómo seré con mi hijo.

Supongo que como padre soy un buen partido.

Y mi hijo, un candidato seguro al psicólogo desde los cuatro meses de edad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó lo de las empanadas de pollo :)

Yo he dormido incómoda sólo para no empujar al minino que dormía plácidamente entre mis pies.
He faltado a un final porque tenía un gatito bebé a quien había que darle la mamadera cada 3 hs.
He pasado una noche entera despierta esperando que a la michifuza empezara a hacerle efecto la medicación y le bajara la fiebre.

Son lo más lindo que hay!