Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
En algo estamos de acuerdo: a casi todos nos gusta el cine. Algunos prefieren las de ninjas, en las que un japonés vestido de negro caga a palos a otros doscientos japoneses, que se diferencian del protagonista sólo porque están vestidos con colores claritos. Otros prefieren las películas dramáticas en las que una chica renga, tuerta y pobre se enamora de un joven ricachón, que a su vez muere de amor por la madre de la renga. Otros eligen las de terror, en las que un psicópata enmascarado da cuenta de dos docenas de adolescentes autoestopistas, justo cuando los chicos organizan una fabulosa orgía... En fin, hay gustos para todo.
Pero, invariablemente, todos nosotros soñamos con vivir las escenas cinematográficas de nuestra preferencia.
Y es así entonces como uno va y mata dos o tres gatos a zapatillazos creyéndose Indiana Jones; otro provoca una pelea con una patota creyéndose el ninja Tokasiki; y un tercero se pone una bolsa de papel en la cabeza para asustar al hermanito, fingiéndose Hannibal Lecter.
Y hay otros, más románticos, más soñadores, más pelotudos, que pretenden llevar a la realidad algunas escenas de ciertas películas eróticas.
En cientos de películas hemos visto cómo el protagonista, cuando sale de su oficina —ubicada en el último piso de un lujoso rascacielos—, pasa por un shopping, compra dos botellas de champagne, algo de pescado caro, velas, flores y sorprende a su pareja con una íntima cena improvisada que culmina con una formidable sesión de sexo fuertecito.
Y así es como muchos boludos de este lado de la pantalla creen que pueden hacer lo mismo.
Pero veamos cómo sale.
Usted sale de su tercer laburo del día —por ejemplo pasear perros— y, juntando el último aguinaldo, el sueldo de todo el mes y un préstamo prendario que consiguió empeñando las joyas de la abuela, decide sorprender a su pareja con una íntima cena para dos.
Entra a una casa de comestibles importados y compra dos cazuelitas de mariscos españoles, dos botellas de vino blanco carísimo. Las velas para ambientar la cosa acaban con el contenido de su billetera, pese a la hora y media de regateo con la vendedora.
Llega a la casa de su novia y, apenas ella le abre, se encamina a la cocina a servir el banquete.
Y ahí se entera usted de que su novia es alérgica a los moluscos.
—¿Cómo alérgica?
—Sí, no puedo ni verlos, sacalos de mi vista. Me dan hurtadilla...
—Urticaria.
—¡Eso, urticaria! No sabés...
—¡Pero si la semana pasada pediste mariscos en el bolichito de los gallegos!
—Sí, bueno. En realidad, alérgica, lo que se dice alérgica, no soy. Lo que pasa es que recién tenía hambre y me comí un sánguche de mortadela y ahora no me entra nada de nada. Pero no te preocupes... Comé vos que yo te hago compañía.
Y ahí está usted, comiendo mariscos solo, tomando vino solo (porque su novia ya tomó mucha cerveza con el sánguche y le duele la cabeza) y volcando la copa cada cinco minutos pues la luz de las velas le impide diferenciar un plato de un tenedor. A los cinco minutos, llega la hermana de su chica con una media docena de amigos que se toman el vino, se comen los mariscos y se llevan las velas para picar algo durante el viaje.
Cuando usted y su novia se quedan solos, su estómago comienza a rugir de una manera extraña.
Son los mariscos.
Debería haber verificado la fecha de vencimiento
Pero ya es tarde. La sesión de sexo queda postergada para otro día. Un día en que no sea necesario suspender todo cada sesenta segundos para correr hacia el baño.
En otra película hemos visto cómo un hombre ve a una mujer mirando vidrieras y queda irremediablemente enamorado de ella. Mientras el tipo la sigue, la actriz se mete en un negocio y pregunta el precio de un vestido. Cuando el tendero se lo informa, la chica bellísima, fina y humilde, le dice que no puede pagar esa cantidad, que gracias igual, que es muy lindo pero muy caro.
El protagonista, entonces, desembolsa un fajo de billetes grandes, compra el trapo y se lo da a la chica, quien queda impresionadísima por el gesto del caballero, y los dos pasan exactamente nueve semanas y media de sexo creativo.
Pero vayamos a la realidad. Usted va caminando por una feria hippie, sólo por cortar camino, y ve a una chica bastante linda. La chica le está preguntando a un artesano el precio de una tuquera, demostrando cierta adicción a las drogas menores. El hippie le dice el precio, y la chica responde que ni en pedo pagaría algo así por esa mierda, total me arreglo con una cajita de fósforos.
Usted, embelesado por la ternura y el candor de la escena, compra la tuquera y parándose enfrente de la chica se la entrega, esperando recibir un beso de agradecimiento. La drogona, ignorando la trama de la película anterior, empieza a gritar que ella no acepta regalos de desconocidos, que se vaya, que venga la policía rápido, sáquenme este tipo de encima.
Llega un vigilante y lo encuentra a usted ofreciéndole una tuquera a una pobre muchacha y lo lleva detenido por incitación al consumo de drogas.
No es eso lo que soñábamos.
En más de trescientas películas para adolescentes, el joven protagonista llega a la casa de su novia y descubre que los padres de ella no están, se fueron de viaje, a un safari por el África o algo así. Entonces, la parejita cuenta con techo seguro para realizar piruetas por tiempo ilimitado, ahorrándose fortunas en tarifas de albergues transitorios.
Si por esas putas casualidades los padres del filme llegaran a volver, siempre los encontrarán vestidos, separados físicamente y leyendo obras clásicas.
Pero imagine usted, pobre gusano, que llega un día a la casa de su novia y descubre que, gracias a Dios y a todos los santos, el vago del padre decidió salir a buscar trabajo, la momia de su suegra se fue a jugar canasta con unas amigas y el hermanito de su chica acaba de ser secuestrado por unos terroristas de lo más oportunos.
Rápidamente se baja los pantalones, se abre la camisa, y, justo cuando está llevando a cabo su clásica gracia de agitar una parte de su cuerpo al grito de: "¡Ea, ea!", se abre la puerta y entra su suegro, su suegra, las amigas de su suegra, su cuñadito, los raptores de su cuñadito, dos o tres vecinas curiosas, el vigilante de la esquina, el diariero que viene a cobrar la cuenta del mes y el sifonero.
Claro, vaya usted a explicar qué es eso del "ea, ea".
Como ya habrá quedado demostrado, la vida no es como en las películas. Nueve semanas y media es una obra de ficción. Y sus protagonistas, actores muy bien pagados. Y la historia es un guión.
Y nosotros, pobres giles.
3 comentarios:
Hace un par de dias termine de leer tu libro. Tengo 21 años y te digo que en incontables ocaciones capitulo tras capitulo no podia no sentirme identificado con cantidades cosas. En fin cuando termine de leer el libro de verdad me quede con ganas de mas y encontrar estos "capitulos ineditos" me lleno de alegria.
muchas gracias
Matias
Estos "capítulos inéditos" son tan buenos como los del libro (que tengo en mi poder, y el cuál ha sido firmado por el mismísimo Lacanna). Este blog es genial y pienso imprimirme todas las entradas, ponerlas en folios y encarpetarlas, para alternar con Dunsany, O Nietzsche y ver y aceptar la vida con humor, inteligencia y sensibilidad.
Gracias Marcelo!!
Tantos años...tanta mujer...tanta tinta primero y teclado despues, tanta netbook, notbook o lo que tengas a mano para darte cuenta en un libro que, seamos realistas es viejo, decía que la vida no es una road movie??
O los años me volvieron muy turra o todavia en el 94 eras muuuuy tierno jajajaja!
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