miércoles, 7 de septiembre de 2005

EL FALSO MITO DE LAS RECONCILIACIONES

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Dice el saber popular que en toda pareja se viven peleas, y que lo mejor de esas peleas son las reconciliaciones.

Asimismo, algunos iluminados sostienen que las peleas "hacen bien", que ayudan a los integrantes de la pareja a conocerse más. Incluso, los más extremistas confiesan en rueda de amigos que muchas veces provocan peleas absurdas, generalmente violentas, para disfrutar luego del sexo reconciliatorio.

Veamos por partes las afirmaciones anteriores.

En toda pareja existen peleas. Sí, bueno, pero bien podría no haberlas. Sería mejor. El reconocimiento de la existencia de las peleas no significa que éstas sean buenas. Es absurdo que frente a una severa disputa con su novia uno le reste importancia al tema pensando: "Y bue, en toda pareja hay peleas". Es como conformarse diciendo que pobres ha habido siempre, o que todos nos vamos a morir algún día.

Las peleas están, sí. Pero son una mierda. Es hora de que se sepa.

El siguiente punto dice que lo mejor de las peleas son las reconciliaciones. Otra pavada monumental, similar a decir que lo mejor de las guerras son sus finalizaciones. Claro que sí, vaya novedad. No es que una reconciliación sea lo mejor. Es mejor que la pelea, en todo caso. No es que la firma de un tratado de paz sea lo mejor. Es mejor que la guerra, pero ahí quedan dos o más naciones hechas mierda, con varios miles de muertos y un futuro negro.

Después seguiremos con este tema, pero antes veamos el tercer asuntito que dice que las peleas sirven para conocerse más, como si tirarse con ceniceros fuera todo una actividad académica. ¿Qué aprendimos luego de una reyerta conyugal? Nada, excepto que nuestra mujer tiene una respetable habilidad para manejar la zurda cuando da puntapiés, que arreglar la lámpara que nos regaló la nona y que sirvió como proyectil (la lámpara, no la nona) nos va a costar la mitad del sueldo y que el Ratisalil no sirve una mierda para calmar el dolor de una patada en los huevos.

Hasta aquí nadie va a poder demostrarme lo maravilloso y normal que tienen estas escenas de violencia afectiva.

Pero sigamos profundizando, dijo el ginecólogo.

Básicamente, hay tres tipos de reconciliaciones:

a) La negociación;

b) El "aquí no ha pasado nada"; y

c) La rendición lisa y llana.

La primera de ellas suele ser la más promocionada por los matrimonios modernos y psicoanalizados, quienes creen que todo puede charlarse, entenderse y explicarse y sostienen que hasta la corneada más atroz puede solucionarse mientras se toma un café. Este tipo de reconciliación se basa en un intercambio de ideas, en el que el marido le manifiesta a su mujer que no le pareció bien que ella se encamara con el vigilante de la esquina. Ella se defiende, argumentando que lo hizo para castigarlo a él (a su marido, no al vigilante, que la pasó fenómeno), porque la semana pasada no quiso llevarla al cinematógrafo. Él comprende y justifica el accionar de su señora, y llegan a un acuerdo: él la llevará todos los fines de semana a ver los últimos estrenos hollywoodenses, y ella no volverá a encamarse con agentes del orden.

Todo esto que parece tan civilizado y moderno no es más que una formidable pelotudez. En estas negociaciones siempre hay uno que pierde y otro que gana y, casualmente, quien gana es quien se mandó la mayor cagada. El que ha sido cagado termina pidiendo perdón y sacrificando cosas que van desde el orgullo hasta algunos hábitos.

La segunda opción, la de "aquí no ha pasado nada", también es peligrosa, aunque muy romántica y cinematográfica.

Una pareja se pelea por motivos que no vienen al caso, pero que seguramente son culpa de la mujer. Se gritan, se putean, se arrojan con comestibles, pasan luego a tirarse con adornos y elementos de cierto peso y volumen. Él le grita "puta", ella le dice "enfermo", él vuelve a gritarle "puta", ella lo acusa de inmaduro, él insiste en gritarle "puta" y no por falta de originalidad, con lo que ya podemos ir sospechando por dónde pasa el tema de la discusión. Ella le saca la lengua con gesto burlón. Él intenta sacarle un ojo, pero con un picahielo. Ella le tira con lo primero que tiene a mano, en este caso la tortuga y se refugia en el cuarto de baño. Él tira la puerta abajo. Ella lo provoca frotándose la barbilla y diciendo "chiva chiva". Él arroja un trompazo. Ella se agacha y el puño se clava en el espejo del botiquín. Él queda con media mano hecha mierda y la otra media mano en el estante inferior del botiquín, junto al desodorante. Rato más tarde, cuando él regresa de la salita de primeros auxilios convertido en el primer hombre con espejo retrovisor incorporado en la mano, ella lo recibe envuelta en un body blanco. Él la abraza. Ella se pincha con un pedacito de espejo que al tipo le quedó entre el pulgar y el índice. Ambos ríen. Se besan. Se acarician. Se hacen el amor y, luego del orgasmo, siguen besándose y haciéndose mimos.

De la pelea, ni rastros.

Si esto fuera una película, éste sería el momento ideal para los títulos de cierre, todos felices y contentos. Pero no es una película.

Es la vida real.

Y ahí están los dos, momentáneamente reconciliados, pero con un montón de mierda flotando alrededor, con la mitad del mobiliario roto, con una mano inutilizada para siempre y con un montón de puteadas que todavía resuenan en la habitación.

¿Aquí no ha pasado nada? ¡Las pelotas!

Aparentemente, ya está todo bien. Pero no. La mierda quedó. Y volverá a salir a flote en cualquier momento. En cuanto uno de los dos se acuerde. En cuanto el tipo vaya a afeitarse y descubra que no hay botiquín y que tendrá que rasurarse mirándose en su mano derecha. En cuanto ella tenga que maquillarse de memoria. En cuanto no encuentren alguno de los objetos que volaron tres pisos abajo. En cuanto el amiguito de la infancia de la chica, el hijo de un millón de putas que provocó todo el incidente aparezca o llame otra vez. En fin, en cualquier momento, antes o después, la mierda saldrá a flote y los tapará a los dos, de una vez y para siempre.

Este último caso ni siquiera debería ser tomado en cuenta por un varón, pero veámoslo por las dudas, que nunca viene mal.

Supongamos, que, apenas iniciada nuestra relación de pareja, uno tiene un pequeño e insignificante entredicho con su novia. Una pavada: uno se olvidó de que en determinada fecha se cumplían tres semanas de la segunda vez que fueron al cine. Ella se hace la ofendidita y uno, un poco para divertirla y otro poco para terminar ya con la miniescena y dedicarse al fornicio, se hace el boludo, e imitamos por ejemplo a un animalito: "Beee, bee... Soy la ovejita tristona. ¿Me perdonás, beee, beee?" Nuestra novia, en parte enternecida, en parte tentada de la risa al ver a un pelotudo de noventa kilos en slip rojo y con barba de una semana haciendo beee beee, nos perdona, y a otra cosa mariposa.

A las dos horas uno se olvida del tema, y cuando le sugerimos a nuestra chica la idea de ir a cenar, ella se niega.

—¡No quiero!

—¿Y ahora qué mierda te pasa?

—Nada. Estoy enojada.

—¿Enojada? ¿Por qué?

—Ah, no sé... pero estoy enojada. Pedime perdón —dice ella, sonriendo.

—¿Por qué carajo te voy a pedir perdón por algo que ni sé qué es?

—Haceme la ovejita. ¡La ovejita tristona! ¡Beee, beee!

—¡Ah, bueno! Be be... Listo, ¿vamos a comer?

—¡No, no! ¡Hacela bien! ¡Con trompita!

Y uno hace la ovejita, beee beee, con trompita y todo, y van a cenar.

Esta pelotudez, aparentemente insignificante, se pone peligrosa cuando pasa a convertirse en rito imprescindible para cualquier intento de reconciliación, por fuerte que sea la pelea, y sea cual fuere el lugar donde se encontraren, digo yo, rezando por no haberle pifiado a las conjugaciones.

A partir de ahora, uno deberá imitar a un ovino maricón cada vez que nuestra novia se haga la ofendida, sin importarle a ella que estén en un restaurante de categoría, compartiendo una cena con el gerente de la empresa en la que trabajamos.

Uno ha sentado precedente y a partir de ese momento, antes de intentar cualquier tipo de diálogo serio con nuestra pareja, deberemos imitar el balido de una oveja enamorada poniendo trompita, aunque estemos peleando porque ella se puso en pedo y le eructó en el oído al gerente.

Además, dejando de lado lo del beee beee, que puede ser una gracia, lo verdaderamente importante es que uno pidió perdón primero —y recordemos que por una boludez—, y desde ese momento deberemos pedir perdón siempre, en cualquier ocasión, cualquiera sea el motivo y cualquiera sea el culpable.

Como hemos visto, las tres clases de reconciliaciones son vergonzantes, estúpidas, inútiles y absurdas, todo al mismo tiempo. Para evitar esto, nada mejor que no pelear al pedo y reservar las energías sólo para las discusiones verdaderamente importantes, las jodidas, las imperdonables.

Discusiones que, casualmente, no requieren de reconciliación.

Porque ya no nos interesará.

Consideremos el beee beee corno un recurso gracioso, como un chiste.

Pero no basemos en él un matrimonio.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy en un todo de acuerdo con esta entrada.
El único comentario que tengo es al respecto de esta frase "pero antes veamos el tercer asuntito que dice que las peleas sirven para conocerse más, como si tirarse con ceniceros fuera todo una actividad académica"
Si bien es cierto también lo escrito entre comillas, creo que en las malas es cuando verdaderamente se conoce a una persona. Soy de los que creen, como vos, que lo ideal es no pelear nunca, si no existen verdaderos motivos. Pero creo que enfrentar la mala de a dos, al menos una vez, es necesario para saber con quién estamos durmiendo realmente. Y ahi es donde no vale hacerse el distraído. Hay personas que enfrentan las situaciones malas a los gritos, o culpándonos de todo, o actuando con malicia, o cagándose en todo, así como también hay personas que lo hacen cooperando, intentando apagar el fuego, buscando el lado bueno de la situación si es posible, y ante todo comportándose como buenas personas. Ahí es cuando aprendemos realmente con quién estamos o estuvimos

Damián Bacalov dijo...

Quince años después vuelvo a leer a la "ovejita tristona" y vuelvo a cagarme de risa como antes.

Anónimo dijo...

Yo bien creo que en la negociación, tanto pierde el uno como el otro, de la misma manera que ganas otras cosas, pierdes pesos por ganar centavos... no???