miércoles, 7 de septiembre de 2005

VACACIONES EN PAREJA

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Hasta ahora uno solía ir de vacaciones con sus padres. Nos vestían con unos horrorosos pantaloncitos de baño con motivos de delfines y cangrejitos, nos enterraban en la arena hasta hacernos identificar con cierto personaje de Edgar Allan Poe y nos llevaban a ver el espectáculo de Carlitos Balá hasta que uno gritaba: "Ah, no! ¡Esto ya es demasiado!", se mandaba a mudar de ahí y se dedicaba a hacer dedo en la ruta para huir de nuestros padres, sin importarnos que sólo teníamos tres años y escasa experiencia en eso del "auto stop".

Pero resulta que desde hace un tiempo uno ya es todo un mayorcito. Y, como tal, decidimos hacer uso de nuestros derechos y planeamos irnos de vacaciones con nuestra novia, esposa, amante o cualquier mascota de ese tipo.

Estudiemos, pues, las desventajas de este asuntito.

Y veremos cómo empezamos a extrañar los delfines, los cangrejitos y hasta a Carlitos Balá, lo que ya es mucho decir.

Cuando uno era pequeño, no teníamos que preocuparnos por el tema del viaje. Nuestros padres nos tiraban en el asiento de atrás del auto, nos ataban como un matambre y nos facilitaban una revista puerca de origen nórdico para que nos entretuviéramos durante el recorrido y no empezáramos con: "Ma, quiero jugo", "Pa, ¿falta mucho?" y "Ma, mirá la vaca, ma, la vaca, mirala, ma, la vaca, ma, la vaca, mirala, la vaca..."

En cambio, ahora la cosa se complica.

Uno tiene que decidir el tema del viaje. Bah, decidir decide nuestra novia. Que en avión no porque es demasiado rápido y no se disfruta; que en auto tampoco porque la ruta se pone peligrosa; que en micro tampoco porque es más aburrido que jugar al truco solo; que en... sí, Carlos, en lo que vos digas, mi vida. No hace falta que me apuntes con el trabuco del abuelo, mi amor. Viajamos en lo que vos quieras, cielo; si querés ir en patineta, vamos en patineta. Tranquilo, dulce, tranquilo...

El primer problema ya podemos darlo por solucionado.

Obviamente, si durante el viaje a la chiflada se le ocurre empezar a molestar con cosas como: "Pará que quiero ir al baño", "Tengo sed" o "Esperá un cachito que quiero comprar una revista para leer en el viaje", uno sólo tiene que buscar debajo de su asiento y extraer de allí el trabuco convenientemente cargado y listo para hacer fuego.

Nuestra novia no joderá más durante los próximos quinientos kilómetros.

Cuando uno era un adorable pequeñín, solía escaparse de sus papis y se iba a caminar solito por la playa para ver mujeres semidesnudas, hasta que nos perdíamos, nos poníamos a llorar y luego protagonizábamos ese eterno papelón que es ser llevado a babuchas de un tipo mientras toda la costa atlántica aplaude, y los padres les dicen a sus hijos: "¿Ves? No tenés que alejarte de nosotros porque te podés perder como ese imbécil que va ahí".

Ahora que uno es un considerable boludón, si pretendemos escaparnos de nuestra novia para ver mujeres semidesnudas, será ella quien nos aplauda, pero directamente sobre nuestra cara hasta dejarnos estúpidos.

Y esto será aprovechado por todas las esposas y novias del lugar para decirles a sus hombres: "¿Ves? No tenés que alejarte de mí porque podés terminar como ese imbécil que está ahí tirado sobre las rocas, desmayado por los cachetazos de su novia".

Generalmente, a las mujeres les encanta caminar por la playa. Supongo que no estaría tan mal si no fuera por esa puta costumbre que tienen de pararse cada tres pasos, agacharse y levantar basura surtida, como caracolitos, cascotes, vidrios, berberechos podridos, "no agarrés eso, reboluda, ¿no ves que es un forro?", y cosas así.

Llevarse toda esa mierda como recuerdo está mal. Hacer que nuestra novia se trague todo eso será gratificante, pero tampoco figura en la lista de buenas acciones del manual de los boy-scouts.

Uno es un viejo habitué del casino. Pero nuestra novia, no. Es más, no tiene ni la más puta idea sobre qué hacer ahí mientras uno pierde plata inexorablemente. Bueno, algo hace: molesta.

Cuando uno, luego de varios minutos de reflexión, apuesta a un determinado número, ella dice: "Ay, no, apostale a ese otro". Y aquí pueden pasar dos cosas: si uno le hace caso a la rompebolas y le apuesta al número que ella dijo, esa cifra no sale ni aunque el croupier tenga buena voluntad; y si uno la ignora y no le da ni cinco de bolilla, el puto numerito saldrá durante toda la noche hasta que cierre el casino.

Nuestra novia tiene como simpática costumbre pedirle a uno fichitas para jugar un ratito. Y esto no estaría tan mal, si la imbécil no apostara con la inteligencia y picardía que pondría un cebú en el asunto.

Descuartizarla en el medio del Casino y esparcir sus restos sobre los números pares de la mesa de la ruleta queda feo.

Pero descarga tensiones.

A su señorita novia le encanta comprar pavaditas para ella y sus amistades. Sólo que a veces se excede del presupuesto, y entonces a uno le queda un molesto tic en el ojo izquierdo.

Todos los años uno alberga la esperanza de que la boba se avive de una buena vez y compre algo útil y elegante; no como esa docena de indicadores del tiempo con la imagen del gauchito del Mundial ‘78, esa pintoresca réplica del Congreso hecha con caracoles o aquel mate de ónix, "Recuerdo de Miramar", como si el mate fuera originario de Miramar, o como si un argentino necesitara tener un mate de recuerdo.

La vuelta de las vacaciones suele ser bastante parecida a lo que hablábamos sobre el viaje de ida.

Bah, si uno no deja a su novia abandonada en la ruta.

Y yo les aseguro que ésa no es tan mala idea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuánto resentimiento...