miércoles, 7 de septiembre de 2005

SOY UN INÚTIL

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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El saber popular dice que las mujeres saben cocinar.

Mi madre, ya lo hemos dicho, es la prueba viviente de que el saber popular a veces dice boludeces.

Este mismo saber popular afirma que los hombres son capaces de llevar a cabo gran parte de las tareas de mantenimiento de una casa gracias al conocimiento de ciertas cuestiones sobre electricidad, plomería y albañilería.

Claro que, mirándolo a mi viejo, a esta altura del partido creo poco en el saber popular.

Mi padre es absolutamente virgen e inocente en cuanto a todo lo que tenga que ver con los componentes no humanos de una casa, como por ejemplo ladrillos, pintura, cables, tuberías, tornillos, fusibles y cueritos. Para cambiar una lamparita llama a un electricista, para colgar un cuadrito en una pared contrata a un arquitecto, y si una canilla gotea es obra del destino, Dios lo quiso así, por algo será.

Vale decir que ustedes están leyendo un libro escrito por un perfecto inútil —exacta sumatoria de otro par de inútiles— incapaz de hervir agua o de cambiar un cuerito.

Y de esto vamos a hablar: de mí, y no de mis viejos, en parte porque no es cuestión de hostigarlos tanto, pobrecitos, y en parte porque papá todavía puede pegar fuerte.

El psiconálisis freudiano tiende a culpar a los padres por cualquier problema psicológico de sus hijos. Si uno es un pusilánime, para esta gente la culpa la tiene un padre autoritario. Si uno es un paparulo incapaz de pasar una noche fuera de casa sin hablar con su mamá, es por culpa de un Edipo mal curado, y así.

Y yo creo menos en el psicoanálisis freudiano que en el saber popular, pero algo, aunque sea una mínima parte de certeza, se puede encontrar en esta cuestión.

Y si yo no sé cocinar o arreglar un enchufe es absoluta y pragmáticamente culpa de mis viejos.

En mi casa, por ejemplo, nunca hubo herramientas. Ni una. Ni un martillito, ni una tenaza, ni un miserable clavo oxidado. Recién conseguimos algunas cuando unos chorros que entraron a afanar en casa durante nuestras vacaciones se dejaron olvidados ciertos implementos como una barreta de hierro, una sierra y otras cosas que sirven bastante para chorear ajenas casas, pero no para arreglar una canilla que gotea.

Así, mi casa era periódicamente visitada por diversos técnicos a los que yo observaba trabajar con la admiración de quien contempla a un pianista en un concierto. Plomeros, gasistas y albañiles ya eran parte de la familia, compartían la mesa con nosotros y nos enviábamos tarjetas para las navidades.

Pero cuando me fui a vivir solo, quise independizarme no ya de mis padres, sino también de mi familia técnica. Empecé a negarme a recurrir a un extraño hasta para cambiar las pilas de la radio. Quise valerme, por primera vez, por mí mismo.

Fue peor.

Mucho peor.

Lo primero que hice, hombre culto como soy, fue buscar por todas las librerías de Buenos Aires algo así como un Manual del Hombre Útil, una especie de enciclopedia tipo "Hágalo usted mismo" sobre cuestiones de mantenimiento hogareño.

Pues bien, no existe tal cosa.

Hay —eso sí— manuales "Hágalo usted mismo" sobre cría y explotación de lauchas, paleontología para aficionados, apicultura en departamentos y computación para mujeres, pero nada sobre cambiar cueritos o arreglar tomacorrientes. Será que los editores creen que esto es una pavada, pero yo no estoy tan seguro de que lo sea.

Pese a no encontrar bibliografía adecuada y lejos de dejarme intimidar por esta carencia, decidí aprender por el antiguo método del "prueba y error", según el cual uno va intentando y mandándose cagadas, hasta que se logra un resultado más o menos dig-no. Bueno, esto resultará fenómeno cuando se trata de aprender a manejar un programa de computación o una videocasetera, pero cuando se trata de una instalación de gas, con la que se pone en juego la vida de uno, del gato, del departamento, de los demás copropietarios, de los vecinos de la manzana y de todas las fuerzas vivas del barrio, la cosa ya no es tan sencilla. El primer error puede significar que ya no se puedan hacer más pruebas, porque tratar de aterrizar después de haber volado por los aires junto a la mitad de un edificio, requiere de mucha atención.

Hasta ahora no provoqué ningún desastre, o al menos no provoqué uno que merezca ser tapa de matutinos, aunque tampoco conseguí resultados satisfactorios, salvo un simpático desperfecto electrónico que hace que cuando uno prende la luz del living, se encienda la del lavaderito, y, al intentar apagar ésta, se prenda el tubo fluorescente del baño.

Será cuestión, pues, de esperar a que se edite algún manualcito como del que hablé más arriba, antes de que mi barrio sea declarado camposanto.

Mientras tanto, sepan ustedes disculpar, voy a atender un problemita en la cocina: un enchufe no anda bien.

A propósito... ¿Saben rezar?

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