Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
Si las mujeres en general no nacieron suficientemente capacitadas para el manejo de automotores, mi madre menos.
Sucede que mi familia, hay que confesarlo, no es muy "tuerca" que digamos. Mi papá, por ejemplo, el primer y único episodio automovilístico que protagonizó fue comprarme un Scalextric y devolverlo dos días más tarde, aduciendo que era demasiado peligroso para mí, terrible pelotudo de trece años. Mi hermanito no sólo es menor de edad, sino que carece de la responsabilidad mínima necesaria para manejar no digo un auto, sino un simple par de cubiertos. En lo que a mí respecta, vale aclarar que al momento de escribir estas líneas tengo veintiún años y no sólo no sé manejar, sino que tampoco me preocupa demasiado esta carencia.
Sin embargo, mi madre, sin que le importara un rábano nuestra genética incapacidad para hacer funcionar maquinaria alguna, se apareció un día, hace tiempo, con una novedad:
—¡Compré un auto!
Mi hermano se persignó como no lo hacía desde que tomó su primera comunión. Yo reprimí una risita histérica. Y mi papá, nada. No hizo nada, no dijo nada. Nada.
—Se murió —dijo mi hermano, afortunadamente errado, pero sólo por un estrecho margen.
Cuatro días y tres by-pass más tarde, el médico nos reunió en el hospital y nos aconsejó manejar con sutileza la información que le diéramos a mi padre, y más cuando se tratara de autos.
Entramos a la habitación, y yo empecé a hablarle a mi viejo semiinconsciente sobre el progreso, los medios de locomoción, la liberación femenina, de lo conveniente que sería...
—Che, pa, mamá compró un auto —agilizó el trámite mi hermano, un poco por la inocencia adolescente, y otro poco porque es un legítimo hijo de puta.
—¡Nene!
—¡Uy, cierto! ¡Mirá, otra vez se murió!
Al final, mi viejo se enteró de la adquisición del rodado.
Y sobrevivió.
Apenas trajeron el auto a casa, comenzaron a desfilar por el living no menos de un centenar de aseguradores, escribanos y demás sujetos de esa especie, logrando que mi hermano casi se ahogara entre tanto papelerío: transferencias, seguros contra todo riesgo, cédula verde, registro, cero ocho...
—¿Podemos ir a dar una vuelta? —pidió mi hermanito, siempre tan pragmático.
—¡Un momento! Falta el certificado de la vacuna antisarampionosa de la rueda trasera izquierda —apuntó papá consultando una planilla.
—No importa, vamos igual...
—Si conocieras bien a tu madre, sabrías que todos los recaudos legales son imprescindi...
—¡Eso! ¡Vamos a dar una vuelta! —se entusiasmó mi vieja, que al fin y al cabo había comprado el auto para dar vueltas, y no para juntar certificados.
Y fuimos.
A los diez minutos estábamos de vuelta. Nos trajo una grúa del Automóvil Club Argentino. Ya decía yo que dos mil autos, todos yendo para el mismo lado, no podían estar equivocados.
Al poco tiempo mi mamá aprendió que algunas calles van para un lado y otras para el otro. Nos aventuramos, entonces, a una nueva excursión.
A las veinte cuadras, y sin mediar ninguna colisión significativa, el auto se quedó.
—¿Qué pasa? —preguntó papá, algo nervioso.
—Se quedó —dijo la conductora, haciendo gala de un notable conocimiento de mecánica.
—¡Eso ya lo sé! Pero, ¿por qué?
—Ah, eso no sé...
Nos volvimos en colectivo. Al rato nos trajo el auto el tipo del ACA, con el que ya nos estábamos haciendo amigos.
Al no haber en la familia alguien que supiera abrir el capó, mi vieja no tenía más alternativa que llamar al Automóvil Club por cualquier cosa y sin la menor vergüenza.
—Automóvil Club Argentino, buenas tard...
—¡Hola, soy yo otra vez!
—¡Señora Lacanna, qué sorpresa! ¡Hacía una hora que no nos llamaba! ¿Qué pasa ahora? ¿Algún pajarito malo le ensució la pintura? Ya vamos en su rescate...
—No, no es eso. No es eso. El auto no anda.
—¿Lo encendió?
—Sí.
—Qué raro... Las últimas veces el problema era ése... ¿Tiene nafta?
—Sí, me lo vendieron con nafta.
—Sí, bueno, pero la nafta se acaba.
—¿En serio? ¡No sabía nada!
—Me lo imaginaba. No se preocupe. Ahora vamos a cargarle nafta a su auto...
Vinieron, en realidad, muchas veces: a cargar nafta, a prender la luz de giro, a cerrar el baúl, a pegar calcomanías en la luneta trasera, a tocar la bocina... en fin, a solucionar los grandes problemas de la mecánica automotriz.
Tres meses después mi mamá dominaba bastante bien la primera marcha, la segunda y el guiño a la izquierda. Según ella, el guiño a la derecha era más complicado.
Ustedes se preguntarán: ¿estacionaba?
La respuesta es no. No estacionaba. Ella tiraba el auto por ahí. Si al volver el auto estaba, bien. Si no, mala suerte.
Con el tiempo empezó a practicar el misterio del estacionamiento, llegando a emplear el tiempo récord de veinticinco minutos para acomodar el auto en una vereda vacía.
—¿Está bien ahí?
—Depende... ¿En qué cordón lo querías estacionar?
—En el derecho.
—Entonces, está mal. Probá de nuevo.
A veces mi hermano llegaba a fastidiarse un poco.
—Dejame a mí, dejame a mí, por favor —pedía el chico.
—Vos no tenés registro.
—Pero tengo sentido común. Si quiero ir para atrás, no se me ocurriría nunca poner cuarta; y si quiero avanzar, no veo por qué encender el limpiaparabrisas.
—Vos callate que no entendés nada.
Tenía razón, mi mamá. Él no entendía nada. Nadie entendía nada.
Mucha gente normal, para evitar los embotellamientos, suele ir con el auto hasta un determinado punto y seguir a pie o en taxi. Mi mamá, sin embargo, considera "embotellamiento" a toda reunión de más de dos coches. Por lo tanto, cada vez que quiere ir al centro, hace tres cuadras con el auto y se toma el colectivo.
Otra cosa: por lo general, cuando yo ando en auto con mis amigos, tengo por costumbre conversar con ellos, hacer bromas y escuchar música de Bon Jovi.
Con mi mamá no puedo. Es imposible.
Al volante, ella se concentra como lo hace el piloto de un cazabombardero F—14 Tomcat antes de posarse sobre un portaaviones, y cualquier distracción es castigada con un golpe en la nariz de quien la provoque. Mi vieja es, además, la única persona que conozco en todo el mundo que cuando maneja "pone cara". Sí, pone esa cara de esfuerzo y concentración que, por ejemplo, pone un cirujano antes de transplantar un corazón, o un soldado cuando tiene que desactivar una bomba: cierra un ojo, se muerde un labio y transpira, hasta para cruzar una bocacalle desierta.
—Mamá, tengo calor. ¿Puedo abrir la ventanilla?
—No. Entra viento.
—Ésa es la idea.
—¡Si entra viento, me molesta! ¡El viento hace ruido! ¡Y no me distraigas que podemos tener un accidente fatal!
—Mamá, vivimos en un barrio fantasma. El último coche pasó en 1989.
—¡Callate!
—Mamá...
—¿Qué querés ahora?
—Pará en ese quiosco. Tengo que comprar cigarrillos.
—Ahora no puedo parar. Me tenés que avisar con más tiempo.
—Ma, faltan cincuenta metros para el quiosco, no se divisa otro vehículo a tres cuadras a la redonda, vamos a diez por hora y estamos en condiciones climáticas inmejorables para efectuar una detención perfecta... ¿Pido pista?
—¡No-me-dis-trai-gas!
Así es mi vida, amigos.
Tengo veintiún años, un auto, pero como habrá podido apreciarse, nadie que me enseñe a manejarlo.
Si alguna lectora caritativa accede a enseñarme los secretos de la conducción de automóviles, acepto de muy buena gana.
Pero eso sí: que me deje escuchar a Bon Jovi, por favor.
1 comentario:
Bien, veo que el amor por Bon Jovi es de laarga data, lo cual me hace suponer que es un caso perdido... :p
(ya me duele la panza de tanto reirme!)
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