miércoles, 7 de septiembre de 2005

MI PISO DE ¿SOLTERO?

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Dicen por ahí que es de hombres sabios cambiar de opinión.

Según esta teoría sólo un tonto se mantiene firme en sus convicciones, por más erradas que éstas sean. Yo no estoy muy seguro de nada, pero a los efectos de escribir las líneas que siguen, me resulta muy útil manifestarme de acuerdo con la idea.

Y ya les explico por qué.

Cuando yo era un chiquillo inexperto, idealista y considerablemente inmaduro —es-toy hablando del año pasado—, pensaba que ya era hora de independizarme de mi familia e irme a vivir solo con mi alma a algún departamento rentado.

En esa oportunidad, y para sostener mi idea ante mis conocidos, apelé a ciertos ejemplos ilustrativos, que tenían la exactitud que tienen todas las cosas en teoría.

Los problemas surgieron cuando, más adelante, llevé mis ideas a la práctica.

Y ahí, queridos amigos, mis convicciones se fueron al carajo.

Una creencia compartida por muchos —entre los que hace un tiempo me incluía— es la siguiente: alquilarse un departamento es una manera piola de ahorrar dinero en telos, algunas salidas a tomar algo y demás eventos que requieran de cierta privacía y para los que sea menester desembolsarlo.

Alquilando un departamento —suele creer uno— pueden traerse tantas perras cachondas como quepan en el inmueble y disfrutar de largas noches de sexo, sin gallegos que nos comuniquen el fin del turno y —lo más importante para este caso— sin tener que pagar un solo peso, a menos que las perras cachondas exijan una tarifa a cambio de sus servicios.

Claro, uno cree que con quinientos pesos en el bolsillo puede presentarse en una inmobiliaria acompañado por una media docena de las perras cachondas de las que hablábamos más arriba y encarar al gerente diciéndole: "Vea, don, necesito para esta tarde un dos amb. muy lmnoso. c/tel. a la calle rec. pintad. nunc. txi. zona Recoleta. 45 m2 chiche (muchos chiches, para las chicas, claro, usted me entiende, ¿no, don?). ¿Tie-ne uno? ¡Joya! Aquí tiene la guita y deme las llaves... ¡Esperen, chicas! ¡Aquí no! Esperen a que el señor me dé las llaves y la dirección y vamos...".

Bueno, ahora en serio. ¿Quieren saber cuánto sale alquilar un depto, por más pulgoso que sea?

Anoten: el mes de adelanto, el depósito, la comisión de la inmobiliaria, la comisión del cafishio de las perras (es opcional, pero mejor no andar buscándose problemas), el cambio de las cerraduras (a menos que no nos importe llegar una noche y encontrarnos con la XXVII Fiesta Anual De Los Ex Locatarios Del Inmueble), la reparación y puesta a punto de canillas, cañerías, calefones y demás ítem (si es que uno quiere agua corriente, también es opcional) y otros muchos etcéteras que, a la larga y haciendo cuentas, nos hacen pensar que comprarnos el Hyatt nos saldría más barato.

Pero ya que estamos en el baile, sigamos bailando, aunque sea con la más fea del corso.

Una vez que uno consiguió la plata acelerando criminalmente una herencia por parte de la abuela, podemos llegar a creer que ya está todo cocinado.

Pero faltan las garantías. Dos (2) garantías.

Claro, uno tiene sólo veinte años, un trabajo menos estable que el de ministro e inspira menos confianza aun que un ministro. Recurrimos primero a los viejos; ellos no nos van a negar la escritura de su casa para ponerla como garantía, ellos son de fierro.

No están.

—Salieron. No se sabe cuándo vuelven, se mudaron, se enrolaron en la Legión Extranjera. Acá no vive ningún señor Lacanna —dice nuestro padre desde atrás de la puerta, imitando muy mal la voz de una viejecita—. Váyase o llamo a la policía.

Enseguida pensamos en nuestro mejor amigo. Es generoso, acaudalado y —lo sabemos muy bien— le ha salido de garante a cuanta mina se lo ha pedido.

Tampoco está. Se fue a Siberia y, lo peor de todo, es cierto.

El que nos salva es un abuelito. Un poco porque nos quiere mucho, y otro poco porque está muy viejito, nos confunde con otro nieto (mucho más responsable, y al que quiere mucho en serio), cree que las escrituras que nos estamos llevando son revistas y, finalmente, porque su firma es muy fácil de imitar.

Cuando ya hemos conseguido todo lo necesario, surge un pequeño problema.

Un insignificante e irrelevante problema.

Uno se pone de novio.

Y ahí la cosa cambia. Especialmente en lo relativo a las perras.

La nueva novia llega a nuestra vida justo cuando uno está reponiéndose de las alteraciones mentales que nos habían producido los problemillas inherentes a la locación del departamento y, fresquita y descansada, se dispone a darnos una mano con la mudanza e instalación.

Nos ponemos de acuerdo y mientras uno va trayendo sus pertenencias, ella las va acomodando donde corresponde. Donde según ella corresponde.

La primera caja que uno deposita en su nuevo domicilio tiene escrito del lado de afuera: "Marcelo. Privado. Recuerdos personales varios. No tocar".

Nos retiramos otra vez hacia nuestra vieja casa en busca de otras cajas: "Libros de historia rusa", "Papeles varios", "Documentos importantes", "Revistas porno", "Discos de Bon Jovi" y "Elementos de trabajo".

Cuando llegamos a nuestro nuevo departamento, abrimos la puerta y nos encontramos con una gran hoguera, en el medio del amplio living, y a nuestra novia avivando el fuego, apantallándolo con un periódico.

—¿Y... esto?

—Estoy quemando todas las fotos y cartas de tus ex novias. ¡Ya no las necesitás más!

Recién en ese momento recordamos que, en el apuro por embalar todo, también guardamos en la caja de "Recuerdos personales varios" los recibos de sueldo, la cédula de identidad, el pasaporte y el manuscrito original —sin copia— de una novela de cuatrocientas páginas que acabamos de escribir y debíamos entregar a una editorial la semana entrante.

En ocasión de la mudanza, un amigo nos regaló un hermoso juego de cubiertos, de ésos para colgar en la pared.

—¡Dejame a mí! —dice nuestra chica—. Vos acomodá los libros.

Al rato, sentimos sed. Nos dirigimos a la cocina en busca del destapador para abrir una botella de coca, abrimos el primer cajón y... —¡ops!— encontramos los cubiertos más o menos separados en tenedores, cuchillos, cucharas y cucharitas. Pero en el cajón.

—Mi amor...

—¿Qué hice? ¿Qué rompí? ¡Yo no fui! ¡Yo no hice nada...!

—¿El soporte?

—¿Qué soporte?

—El soporte para pegar en la pared y colgar los cubiertos...

—¡Qué sé yo! ¡Había un plástico ahí en la caja de los cubiertos! Lo tiré... Era parte del embalaje... ¡Sabés que no me gusta que se acumule basura!

—No era basura. Era el soporte para colgar los cubiertos de la pared...

—Ah, no sé.

¿Ustedes conocen a una mujer capaz de limpiar una puerta recién pintada con viruta de acero?

Yo sí.

¿Ustedes conocen alguna mujer capaz de utilizar una cafetera nueva para llenarla de aguarrás y sacar las manchas de pintura del piso?

Yo sí.

¿Ustedes conocen alguna mujer que por cada uno de los días que dura la mudanza y la limpieza general le haga perder alrededor de ciento cincuenta pesos en gastos imprevistos?

Yo sí.

Como habrá quedado demostrado, amigos míos, las cosas no son como parecen.

Irse a vivir solo es imposible si en su vida existe una novia.

Pensémoslo bien.

A lo mejor nuestro padre ya dejó de fingir voces de ancianas, o nuestro amigo regresó ya de Siberia, y podrán darnos una desinteresada mano.

Dejándonos vivir con ellos. Para siempre.

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