miércoles, 7 de septiembre de 2005

LA CONQUISTA DE LA INDEPENDENCIA

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Casi todo el mundo alguna vez se fue, o se va, o se piensa ir a vivir solo o en pareja. Y uno, para no ser menos, decidió pasar por esa experiencia.

En rigor, estamos pasando por esa experiencia.

Pero vayamos, por favor, al análisis de los hechos ocurridos hace no mucho tiempo, cuando uno decidió levantar vuelo por sí solo, sin saber un corcho sobre aerodinámica

o sobre cómo se manejaba el avión. La idea de independencia —es hora de que lo sepa, señora mamá— anida en la cabecita de todo adolescente mayor de diecisiete, dieciocho años. Pero el mundo se divide en dos grandes grupos: los que juntan coraje y decisión y se lanzan a vivir la vida por sus propios medios, y los realmente sabios. Digamos que uno pertenece al primer grupo, al del coraje, la decisión y la inconsciencia. Por otra parte, uno tiene una pareja estable —o al menos ella disimula muy bien su inestabilidad— y un trabajo estable también, digo yo, interrumpiendo la escritura de estas líneas para saltar de mi silla y tocar todas y cada una de las superficies de madera con o sin patas que encuentre en un radio no menor a los cincuenta metros.

La decisión, pues, a nivel personal y de pareja ya está tomada. Falta comunicar la novedad a los respectivos grupos familiares, no por inseguridad, dependencia o un complejo de Edipo mal curado, sino por la sencilla razón de que la nueva vida debería de ser una experiencia feliz e influiría negativamente en esta felicidad el contar con una madre infartada, un suegro que se suicida, y un padre y una suegra que, internados en la más intensiva de las terapias, oscilan diariamente entre el coma tres y el coma cuatro.

La cosa pinta fulera. Papá es un tipo con una amplitud mental un tanto singular: digamos un punto medio entre Benito Mussolini y Adolf Hitler en un día que se levantó cruzado. Estratégicamente, pues, atacamos por el flanco materno, pero el flanco mater-no decide sorprender a los médicos, erigiéndose en la primera persona en el mundo que, desmayada, sigue llorando a los gritos.

Por el lado de los suegros —los padres de nuestra novia— la cosa es mucho más complicada aun, así que para evitar meternos en el fuero criminal digamos que no se les avisa, o que ellos se manifiestan de acuerdo, o que no existen, o cualquier otra licencia poética que nos permita seguir con la lectura de este capítulo.

Al final negociamos, y todos tranquilos, algo que se consigue con tesón, esmero, charlas, explicaciones y la promesa incondicional de llamar a casa todos los días y cenar en familia cada tres noches.

Próximo paso: alquilar el departamento. Como uno no entiende mucho sobre la calidad de las construcciones, o si conviene más un piso de cerámica o uno de parquet, generalmente termina alquilando algo que de departamento sólo tiene la mención en el correspondiente rubro dentro de los clasificados. Tiene la comodidad de un cajero Banelco, la luminosidad de un nicho, la humedad de una pecera del lado de adentro, la ventilación de un submarino de la guerra del Pacífico y el precio de un abono de por vida en la suite presidencial del Hyatt Hotel. Siete semanas más tarde hemos conseguido eliminar la mugre y gran parte de las alimañas que habitaban el dos ambientes, con excepción de una tarántula de tamaño respetable, que se resiste a ser desalojada sin juicio previo.

Finalizadas las negociaciones —al arácnido se le respetará su espacio bajo la pileta del lavaderito—, se presenta la virtualmente imposible tarea de embellecer el inmueble. Y es aquí cuando uno empieza a meterse en cuestiones que no son de nuestra competencia, sino de los señores pintores, que por algo son pintores y trabajan de pintores. Pero no, uno se emperra en que puede hacerlo por sí solo y compra la pintura, los pinceles, los rodillos, empieza a pintar, sale a comprar más pintura porque le falló el cálculo, sigue pintando, se le acaba el esmalte gris para los zócalos, intente hacerse de más gris mezclando esmalte blanco con esmalte negro, le chinga a las proporciones y... guita a quien encuentre dos metros de zócalo con la misma tonalidad de gris.

Pero, en fin, el departamentito ya está pintado. Quizá un poco en exceso, hay que reconocerlo; el parquet gris plomo no queda tan fenómeno pero bue, ¿lo queríamos pintado? Pintado está.

El amoblamiento es fácil. Una mesa de la casaquinta, un par de sillas de la abuela que para qué quiere tantas sillas si la última visita que recibió fue en 1987, un catre y una reposera de lona forman una perfecta cama de dos plazas, y listo. De cada pueblo un paisano, y la casa está en orden y con muebles.

Falta entonces la mudanza de los bienes personales. El traslado de estas cosas des-de el hogar materno hasta el nuevo domicilio se complica una vez más gracias a la presencia de la madre de uno, que ante cada libro mudado chilla como si le estuvieran extirpando algún órgano importante.

Lágrimas después, el sitio está más o menos en condiciones como para ser habitado por seres humanos. Y por una legión de electricistas, plomeros, gasistas, albañiles y demás gremios, que ante nuestra virginal e impoluta ignorancia en cuanto a cambiar un cuerito o colocar un portalámparas, se convierten en una suerte de parientes que nos visitan diariamente y nos cobran lo que el culo se les cante hasta por el trabajito más insignificante, y a quienes se les paga sin chistar, porque si pensamos en el desastre que pueden llegar a provocar nuestras juveniles manitos en la instalación eléctrica, cualquier precio es barato.

Convengamos: toda lucha por la independencia es dura.

Pero también, como en cualquier lucha, el volver atrás es retirada, es rendición. Si estamos ya en el baile, bailemos. Si tanto hemos soñado con volar, sigamos el vuelo, aunque el despegue haya sido difícil, y en nuestra ruta se pronostiquen tormentas.

Sigamos volando nuestro propio avión, aunque sea duro y aunque el curso de entrenamiento no lo hayamos aprobado con las mejores notas.

Pero, eso sí, nunca nos olvidemos del aeropuerto desde el que partimos y mantengámonos en contacto con la torre de control.

Y algún día fundaremos nuestro propio aeropuerto.

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