miércoles, 7 de septiembre de 2005

HOBBIES

Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
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Si un adulto se pasa la vida buscando nuevas experiencias, intentando desarrollar otras actividades, probando diversas habilidades y huyendo de la rutina, se dice de él que es un hombre moderno, sabio, que evita el fácil conformismo y se prueba a sí mismo en otros terrenos.

Así, es bien visto que alguien modifique de un día para el otro su línea de pensamiento, que hoy sea comunista y mañana liberal, que un día sea peronista y otro día menemista, y que ayer fuera compositor de chacareras y hoy incursione en el hardcore.

En cambio, si un adolescente —por natural evolución— va mutando de intereses, se lo acusa de incoherente, pendejo de mierda, está en la edad del pavo, no hay nada que le venga bien, todos los días con un berretín distinto.

Ahí está, ¿vieron? Los adultos tienen "inquietudes" y los chicos "berretines".

Esta arbitraria diferenciación se debe en gran parte a que las "inquietudes" de los adultos se las bancan ellos mismos, en cambio los "berretines" de los chicos los garpan los padres.

Y de esto vamos a hablar aquí: de los berretines de los chicos, porque la psicología social y la microeconomía me importan muy poco.

No sé por qué razón a los chicos les gusta tener hobbies como la filatelia, el aeromodelismo, las figuritas y demás actividades que involucren rejunte o confección.

Claro que ellos prefieren el rejunte a la confección, ya que es más fácil coleccionar estampillas que realizar con fósforos una réplica a escala de un Ford a bigotes. Por lo tanto, todo lo que sea amontonar cosas a los chicos les fascina. Desde hace pila de años la filatelia tenía sus seguidores y estaba bien vista: coleccionar y clasificar sellos postales era una actividad sana, noble, prestigiosa, y daba cierta cultura general, si es que el filatelista prestaba atención a que en las estampillas se ilustran la fauna, la flora, la historia y el arte de un país.

También estuvieron siempre de moda las figuritas, en cuyo caso el hobbista adquiría una completa cultura sobre la formación de los equipos de fútbol del momento. Además, el coleccionar figuritas entrenaba al chico en cuestiones comerciales ("Te cambio una difícil por tres comunes"), olímpicas ("Te juego a ver quién tira esta redonda más lejos") y hasta pugilísticas ("Devolveme mi figurita o te parto la trompa").

Más tarde, la onda fue coleccionar marquillas de cigarrillos, y ahí la cosa empezó a ponerse fulera: los pibes se arrastraban por las veredas, buscando afanosamente un paquete de puchos vacío, arrugado y pisoteado. Y ahora es ya el asco total: los chicos coleccionan latas de gaseosa o cerveza, que es más o menos como coleccionar botellas vacías de vino o bidones de jugo. Algunos fanáticos enseñan muy orgullosos sus colecciones de palitos de helado, chupeteados y relamidos por extraños, pringosos envoltorios de golosinas, muñequitos que vienen con los chocolatines (y que conservan buena parte del chocolatín viejo y derretido) y demás asquerosidades que merecerían quemarse en una gran hoguera purificadora.

Llegados a este punto, y repasando la sociológica introducción de este capítulo, vale aclarar una cosa: no hay fuerza en el universo capaz de lograr que un mocoso se interese más de dos meses seguidos en el mismo tema. Por lo que, en un lapso no mayor a los dos años, un niño se aficiona a todos estos hobbies, conservando las estampillas en un cajón, las latas de cerveza en la biblioteca, las figuritas sobre el escritorio y los palitos de helado abajo de la cama, lo que convierte a su habitación en un criadero de ratas y bichos de toda especie.

Como buen adolescente, quien esto escribe también incursionó durante su infancia en estas actividades.

Y a lo bestia.

Primero vino el ataque de la filatelia. Pero de una filatelia facilista, de clase media. Consistía, simplemente, en esperar que mis familiares me obsequiaran colecciones completas y clasificadas de sellos postales de todo el mundo. No había mucho trabajo de mi parte. Nada de revolver en antiguos arcones buscando cartas amarillentas de las que rescatar las estampillas, ni de escribirme con filatelistas de todo el mundo con el objeto de intercambiar sellos. Lo mío se limitaba a guardar los cientos de estampillas que mi viejo me compraba a la salida del trabajo.

Obviamente, una actividad así de fácil y poco aventurera me aburrió a los pocos meses, y ahí están las estampillas, pudriéndose en la baulera.

Después me agarró por el lado del aeromodelismo. Sólo mis viejos saben la guita que se gastaron en importados y carísimos aviones para armar, de ésos con mil piecitas minúsculas y seguramente inservibles. Claro, yo era (y soy, y seré) genéticamente un hípertorpe en cuestiones de habilidad manual, por lo que nunca pero nunca pude armar algo que se pareciera, al menos remotamente, a la foto del modelo terminado que aparecía en la tapa. Poco a poco, y ante mis fallidos y desesperados intentos, mis viejos fueron comprando modelitos cada vez más sencillos y con menos piezas, llegando a traerme un avión ya casi armado, al que sólo faltaba agregarle las dos alas. Bueno, también ahí fallé: las pegué al revés, y cuando quise corregir mi error, las rompí. Y ahí quedó una fortuna gastada en aviones destrozados y en una cantidad de pegamento suficiente como para endrogar a todo el cuerpo de Marines de los Estados Unidos.

No hace mucho se me dio por los rompecabezas. Pero lejos de reconocer mi natural incapacidad para estas cosas y hacerme de un puzzle facilongo, con cuatro piezas y motivos de Walt Disney, me compré una docena de rompecabezas, de esos de tres mil piecitas minúsculas y todas iguales en forma y color.

Muchos meses después casi terminé uno. Y digo "casi", porque al final me faltaron unas pocas piezas, seguramente perdidas en la lucha. Absolutamente desalentado por no saber qué mierda hacer con un paisaje campestre de dos metros por uno y medio, y al que encima le faltaba parte de una cabaña y otra parte del Sol, guardé todo en la caja y mandé los rompecabezas al fondo de la baulera.

Por último, se me dio por el dibujo.

Ya junté acuarelas, témperas, lápices de colores, lápices acuarelables, pasteles, óleos, acrílicos, plumas, rapidografs, tintas, carbonillas, ceras y pinceles, suficientes como para abastecer a seis prestigiosos dibujantes profesionales por el resto de sus vidas.

Sólo falta que me ponga a dibujar.

Pero me parece que eso lo voy a dejar para más adelante.

Últimamente ando medio calentito con unos soldaditos de plomo que vi el otro día en una casa de antigüedades.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué flashback a los 90's! Mi hermano mayor coleccionaba latas que apilaba contra una pared. Luego cuando venía un viento moderado caían estrepitosamente al suelo despertando a todos los vecinos en 20 cuadras a la redonda.
Ahhhh, las incursiones a las estaciones de servicio donde tenían "unas latas re copadas, importadas de Kuala Lumpur!" y lo peor de todo: Ser la probadora oficial de todos esos brebajes inmundos.
Vió Don Lacanna? Los hermanos menores también sabemos sufrir...

LuLú dijo...

Escuche de gente que coleccionaba cosas extrañas como tes, bastones y VHS aunque no tuvieran reproductores para los mismos, deben haber empezado juntando estampillas también... :p