Del libro Rompiendo Huevos, Ediciones de la Urraca, Buenos Aires, 1994.
Uno de los pilares fundamentales de una pareja es la tranquilidad.
Sí, además de la fidelidad, el amor, el cuidado, el respeto mutuo, el no tirarse pedos y agitar la sábana, el buen sexo y el compañerismo, una pareja necesita para su supervivencia de cierta tranquilidad.
La tranquilidad de que el otro está.
La tranquilidad de que la pareja existe.
Y esto es lo que intenta asegurar, con mayor o menor éxito, el matrimonio.
Hagamos un poco de historia, que nunca está de más y hace bien: siempre, pero siempre, en cualquier lugar del mundo, toda civilización tuvo y tiene el rito del matrimonio. Desde los romanos hasta los zulúes, desde los chinos hasta los árabes, desde los pictos hasta los visigodos, desde los griegos hasta los cheyennes, desde los peronistas hasta los radicales, todos, pero todos los grupos humanos celebraban y celebran el matrimonio, con mayor o menor pompa y con distintos símbolos y gestos, tales como ponerse anillos de oro, romper copas de cristal, mezclar unas gotas de sangre de ambos cónyuges, bailar la tarantela, en fin...
¿Y para qué se hace todo esto?
Nada más ni nada menos que para darle seriedad a la cosa, por más tarantelas que se bailen en la fiesta.
Y todos estos ritos y leyes dan tranquilidad. La pareja existe. Hay responsabilidades que cumplir. Hay derechos y obligaciones. Ninguna mujer rusa en la época de los zares iba a decirle a su marido que el sábado siguiente no contara con ella pues iba a ir al recital de Divididos con las amigas, pues su marido tenía todo el derecho y toda la responsabilidad de enhebrarla con un palo de siete centímetros de diámetro.
Y pregúntenle al ruso si no estaba tranquilo.
¡Vaya si lo estaba!
Eso era tranquilidad. Ninguna mujer podía irle al marido con que no sé lo que me pasa, estoy confundida, necesito un tiempito para pensar si te quiero, y esas pelotudeces a las que ya nos tienen tan acostumbrados.
Ahora se fue todo al carajo. ¿Estamos casados? ¡Mentira, no hay ningún papel que así lo diga! ¿Hay papeles? ¡Me divorcio! ¡Si te he visto, no me acuerdo! Llamá a tu abogado y no me toques, o llamo a la Liga de Autoayuda para Mujeres Malcogidas.
¿Se entiende lo que digo?
Ya no hay garantías.
Ahora uno está tan casado como quiera estarlo. ¿Nos casamos por civil? No hay problema. En quince minutos un abogado nos hace firmar unos papeles, y ya estamos tan solteritos como cuando uno tenía cinco años. ¿Nos casamos por Iglesia? Tampoco hay por qué preocuparse. Ahora hay iglesias para todo: Iglesia Liberal Concubina, Iglesia Divorcista de los Santos Cuyos Nombres Empiezan con "P", Iglesia Neocatólica Neoapostólica Con Derecho A Réplica y una amplia variedad de cultos, creencias, parroquias, templos, cines de Flores, pastores, esposas de pastores, amantes de pastores, y demás instituciones que le permiten encontrar a uno el culto que más le convenga.
Ni el Estado, ni la religión, ni la sociedad, ni el mago Fafá nos garantizan que nuestra esposa va a seguir siendo nuestra esposa mañana por la noche.
Alguien podría decirme —tal vez un tanto molesto— que ni la Iglesia, ni el gobierno, ni mucho menos el mago Fafá pueden obligar a nuestra esposa a que nos quiera, que nos respete y —ni con la ayuda de todas las fuerzas humanas y celestiales— que nos sea fiel.
Está bien, digo yo, tampoco pretendo tanto. Yo me refiero a otra cosa. A cositas mucho menos serias, pero mucho más hinchapelotas.
Uno está viviendo en pareja. No estamos casados por civil, porque cuando fuimos a pedir fecha los funcionarios estaban de paro en reclamo de mejoras salariales; ni por Iglesia, pues no nos pusimos de acuerdo: uno quería casarse por el rito ortodoxo norvietnamita, y nuestra chica quería hacerlo en la antigua sala tres del cine American, hoy templo del pastor Razzetti.
Y ahí estamos, de lo más bien, sin más ligaduras que el propio amor, que no es poco.
Pero ya vamos a ver que no alcanza. Por poquito, pero no alcanza.
Una noche, después de comer, con nuestra novia decidimos ver televisión. Uno propone un programa deportivo, y nuestra chica se manifiesta partidaria de sintonizar un ciclo feministoide. Uno se planta en el programa deportivo. Ella en su estúpido ciclo femenino. Se arma una pelea, y diez minutos más tarde ambos se van a dormir sin ver nada, ya que el televisor explotó por culpa de tanto zapping.
Al otro día, por la mañana, ni se hablan. Uno se va a trabajar y a la noche, cuando volvemos, encontramos un volquete en la vereda, lleno con todas nuestras cosas. Subimos hasta el departamento e intentamos abrir. Nuestra chica cambió la cerradura. Hay una nota pegada en la puerta: "Me fui a lo de mamá. Vendí el departamento. Olvidate de mí. Tu ex pimpollito de chocolate."
¡A la mierda! ¿Se pudrió todo?
No. Ella vuelve. Eso démoslo por hecho.
Lo que no podemos dar por hecho es que nuestra úlcera vuelva a cerrarse con la misma facilidad con la que se abrió, ni que podremos volver a comprar el mismo departamento a un precio razonable o que podremos recuperar parte de nuestro pelo.
Para ella sólo habrán pasado dos o tres días de bronquita, y ahora todo es felicidad, cuánto nos queremos.
Para uno, es como si en esos tres días hubiésemos envejecido una veintena de años, y como si nuestra relación de pareja hubiera empezado otra vez desde cero.
Sí, desde cero. Porque uno todavía recuerda los insultos, las puteadas, las amenazas y los gritos, no porque seamos rencorosos, sino porque todavía nos retumban en los oídos.
Ella en cambio ni se acuerda. Ayer nos comparaba con una mancha de mierda en el pi-so, y hoy somos otra vez su pimpollito de chocolate. Ayer nos juraba por su madre que no pensaba vernos nunca más en su vida y hoy nos vuelve a sugerir nombres para nuestros futuros hijos.
¿Y qué garantías tenemos de que nuestros hijos van a crecer más o menos sanos mental-mente, si su madre se las toma cada vez que no está conforme con la programación publicada en la TV Guía? Es más, ¿qué garantías tenemos de que mañana, tan sólo mañana, ella no va a volver a embalar nuestras cosas como para echarnos a la mierda?
¿Qué tranquilidad puede inspirar alguien que nos trata de soretes y de amor de su vida en el mismo cuarto de hora?
Ninguna. Nada. Cero al as.
La culpa de todo la tienen los teleteatros.
Fijémonos en la trama de cualquiera de ellos. La protagonista está de novia con un señor. Se aman. Se dicen cosas dulces estirando las "emes" y se dan besos hasta que les sangran las encías. En el capítulo siguiente no se quieren más. ¿Qué pasó? No lo saben ni los libretistas. Ella intenta suicidarse abriendo la llave de paso. Del agua. Él empieza a engañarla con su cuñada, con la secretaria de su jefe, con una amiga lejana y con una actriz secundaria de la telenovela de un canal de la competencia. Ella lo encuentra, le dice que no quiere verlo más y le pega cuatro balazos. Él sobrevive porque los guionistas consideran que el corazón es un órgano extirpable y porque el rating anda fenómeno. Ella lo perdona. Él, no. Dos capítulos más adelante él accede a perdonarla. Ahora es ella la que se niega. Al final del ciclo, en el último capítulo, se casan muy felices y juran amarse para siempre.
¡Para siempre! ¿Quién mierda se lo cree?
¿Quién carajo puede creerse una cosa así?
Nuestra novia, sin ir más lejos.
Claro, después de pasarse horas y horas durante años mirando telenovelas, nuestra novia no sólo termina hablando de "tú", sino que termina creyéndose esas tramas absurdas en las que una señorita puede llegar a ser la madre de su amante, cuarenta años mayor que ella.
Y de la misma manera creen que pueden pegarnos tres o cuatro balazos —o tres, o cuatro puteadas de las gruesas— y dos capítulos más adelante (estas gentes miden el tiempo en capítulos) venir a jurarnos amor eterno.
Con todo esto quise decir algo muy sencillo: queremos tranquilidad.
El misterio y el suspenso quedan muy bien en las películas, pero son muy poco útiles a la hora de fundar una familia.
Necesitamos garantías.
Y no hablo de libretas coloradas con firmitas, ni de decir "sí, quiero" frente a dos o tres tías gordas.
Hablo de las garantías que sólo nos pueden dar los sentimientos profundos, fuertes y —sobre todo— coherentes.
Prefiero un solo beso a una piña y dos besos.
No me vengan a mí con que los mejores polvos son los que siguen a una pelea, cuando todavía tenemos moretones en el corazón.
Los mejores polvos son los otros, los que no se ven en las telenovelas de las tres de la tarde.
Son los que menos rating tienen, eso sí. Pero insisto, son los mejores.
Y no vayan a creer mis amigos progresistas y liberales que me volví un reaccionario y un conservador, que habla maravillas del casamiento, de la moral y de las buenas costumbres.
Sepan que este es un libro humorístico. De chiste.
O no, no lo sé.
Tendría que pensarlo mejor.
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