No es verdad que, como dice el saber popular, todo lo que un
hombre hace es para levantarse minas. Una parte, sí, puede ser. Pero no todo.
El resto de las cosas que un hombre hace es por culpa del alcohol.
En esta segunda categoría es que podría yo encuadrar el
hecho de que, hace ya un par de semanas, haya decidido comenzar la práctica de
boxeo.
Fue durante un asado veraniego, en casa de unos amigos en
las afueras de la ciudad, en un mediodía en el que el calor obligaba a cuidar
la hidratación mediante la ingesta sostenida de vino tinto.
Había una pileta,
sí, es cierto. Pero de haber optado por refrescarme en la pileta en vez de
tomar vino tinto con hielo, no habría comenzado yo la práctica de boxeo y no
estaría escribiendo esto.
Y ahí estábamos, un grupo de tipos de entre cuarenta y
cincuenta y pico de años, con nuestras novias y esposas, hablando al pedo,
cuando uno de ellos –un amigo de un amigo– mencionó que practicaba con
regularidad “boxeo recreativo”.
–¿Y eso qué vendría siendo? –pregunté yo, sintiendo esa
chispa de curiosidad, esa detonación de interés que se produce invariablemente
ante casi cualquier estímulo, cuando uno ya va por el primer chorizo bombón y
la cuarta copa grande de vino.
Y el tipo me explica que se trata de una versión light del
boxeo: entrenás como un boxeador, corrés, boludeás con bolsas y púchimbols,
saltás la soga, te hacés el Rocky todo lo que quieras, pero no estás obligado a
“boxear” propiamente dicho. Si querés “hacer guantes” con otro, te ponen
guantes del tamaño de una pelota de básquet, casco acolchado, protector bucal,
la cosa esa que va en las bolas cuyo nombre ahora no recuerdo, y te envuelven
con varias vueltas de ese plástico con globitos que se usa para embalar
electrodomésticos.
–¡Eso es exactamente lo que necesito yo! –exclamé yo con esa
llamarada de decisión, esa deflagración de entusiasmo que se produce
invariablemente ante casi cualquier estímulo, cuando uno sigue con el primer
chorizo bombón pero ya va por la sexta o séptima copa grande de vino.
–Marcelo, dejate de joder. O de tomar. –me descalificó mi
hermano, conociendo perfectamente lo explosivo y súbito (pero también lo efímero y
generalmente ridículo) de mis intereses y aficiones.
–¡Vos cashate y dejalo hablar acá a mi amigo- le retruqué yo
(y nótese que ya, con una sola frase me había hecho amigo del amigo de mi
amigo).
En mi defensa saltó mi novia. No una defensa así, digamos,
vehemente, sino más bien una defensa hija de la resignación. Déjenme explicarme
un poco mejor. Tengo ya cuarenta, y es cierto que en los últimos años –los
últimos veinte, digamos–no me he tomado muy en serio el tema de la actividad
física y el cuidado del cuerpo. Es que me siempre me ha tirado más lo
intelectual, y ciertamente puede decirse que me he inclinado más a la lectura,
al estudio, al pensamiento y hasta la escritura. Podría decirse que si bien he sacrificado
un poco mi estado físico, puede hoy comparárseme sin demasiada injusticia con
un Umberto Eco. En cuanto al estado físico, claro.
Mi novia –diez años más joven que yo y devota del yoga, del
gimnasio, del spinning, de las artes marciales y del sexo– viene rogándome hace
ya dos años que haga algún tipo de deporte, o de actividad física, o que me
mueva, o que al menos me ponga un pantalón antes de sentarme durante doce horas
frente a la computadora.
–Claudio, dejalo… Con tal de que mueva el orto me parece tan
bien que haga boxeo recreativo como acuagym, o malabares en un semáforo. ¡La
última vez que fuimos a la playa se agarró tendinitis por caminar!
–María... –la interrumpió mi hermano –Entiendo tu
desesperación, pero a este pelotudo se le ocurrió hacer rugby y se dilapidó
buena parte de la fortuna familiar en camiseta, shortcito, medias, ¡botines!...
y la única vez que agarró la pelota salió corriendo para el otro lado y lo tuvo
que tacklear uno de su mismo equipo… Quiso hacer natación en el club de nuestro
barrio y nos tuvimos que mudar porque ya no podíamos seguir yendo al mismo club
de barrio, porque el muy pelotudo se cayó… ¡se cayó a la pileta antes de la
largada de la única carrera que tuvo que correr!
A todo esto, mientras mi hermano y mi novia mantenían esta
discusión sobre mis aptitudes para el deporte, yo ya estaba con mi amigo
ultimando los detalles para mi debut en el noble y viril deporte de los puños.
Aunque “recreativamente”.
El boxeo no me era una disciplina completamente ajena como
ese otro deporte conocido como “balompié”. No. Me vi todas las “Rocky” (hasta vi “Rocky
V”, miren lo que les digo), he visto algunas peleas durante mi infancia (mi
padre era un fanático del boxeo) y durante las vacaciones en la costa, no tenía
mucha dificultad en ganarle a Glass Joe en el “Punch Out”.
Después del asado, la cosa siguió hasta bien entrada la
noche, tomando champán al borde de la pileta. A esta altura, yo ya estaba con
mi nuevo camarada de boxeo planificando mi carrera pugilística: cuántas
defensas del título pensaba hacer antes de retirarme invicto, comprar dos
tortuguitas de agua, intentar tomar un huevo crudo de un vaso sin vomitar antes
de romper el huevo y cuánto costaba la cuota.
Al día siguiente, me llega un mail: “No sé si te acordarás,
pero acá te paso la dirección del club donde hago boxeo. Yo durante enero no
voy a ir, pero vos andá, preguntá por Fulano, decile que vas de parte mía y va
a estar todo bien”.
“¿Qué es esto? ¿Spam?”, pensé. Pero ahí me acordé de lo del
boxeo y ya que estaba en el baile, tenía que bailar.
–¿En serio vas a ir? –me preguntó mi novia, con una sonrisa
de ilusión que no podía yo diluir ni siquiera por el hecho de no tener el menor
recuerdo de cómo carajo me había metido en ese berenjenal.
–Yo, Adrian…
Claro, mi novia es actriz y conocedora de cine. Entendía
todas las referencias a “Rocky”, y nos reíamos fuerte cuando yo decía, imitando
la dificultosa dicción de Sylvester Stallone: “Si puedo mantenerme en pie,
después de la primera clase de boxeo recreativo, sabré que no soy un vago más
del vecindario, ja, ja, ja”.
Sí, ja, ja, ja, pero tenía que ir…
Tenía que ir por orgullo. Tenía que ir para complacer a mi
novia, que albergaba la esperanza de que al fin pudiera yo encontrar una
actividad que me devolviera una tonicidad muscular mejor que la de una
aguaviva. Tenía que ir para joder a mi hermano.
El primer problema fue la indumentaria. Mi primer impulso
fue, obviamente, comprarme un pantaloncito Everlast con flecos, botitas de boxeo
Everlast, una bata de seda Everlast con la leyenda “The Argentinian Stallion”
en la espalda, vincha, muñequeras, vendas… Así soy yo. A mí se me da por el
dibujo y compro acciones de Caran d’Ache; se me da por la música y me compro un
piano Steinway & Sons… Pero pensé: "A lo mejor un gimnasio de boxeo no es el
mejor lugar para aparecer con un cinturón de campeón mundial de los pesos
pesados comprado en eBay…"
Pero no tenía ropa apropiada. La última vez que pisé un
gimnasio se usaban calzas de lycra fucsia, polainas y musculosas de colores
flúo… Y eso lo usaban los hombres.
Pensé en comprarme un buzo y hacerle agujeros con una
tijera, para imitar un look Rocky en sus comienzos, pero por suerte encontré
una remera vieja, un pantaloncito de fútbol (claramente, olvidado por mi
hermano en mi casa), y unas zapatillas Adidas New York de los ochenta.
Llegado el día, me dirigí al gimnasio de
boxeo, situado en un célebre y antiguo club de barrio que no pienso nombrar
porque alguna vez pienso volver ahí a mi segunda clase de “boxeo recreativo”, o
al menos estoy seguro de que voy a pasar cerca y no quiero que mis “compañeros”
me asocien con la autoría de esta nota y me hagan alguna chanza iniciática
(chanza iniciática que sólo considero comparable a las chanzas iniciáticas que
los internos de una unidad penitenciaria destinan a los pedófilos, por
ejemplo).
De todas formas, antes de partir a mi primera clase, le dije
a mi novia: “Mirá, esperame que vuelvo en un rato… No creo que vaya a tener una
primera clase… Seguramente me van a pedir un “apto médico”, uno de esos certificados
que indican que alguien que empieza en un gimnasio está en condiciones de
acometer una actividad física exigent…”.
-¿Así que querés empezar?- me preguntó el profesor, un
boxeador con experiencia. –Calentá, elongá y empezá a saltar la soga.
-¿P-pero…? ¿Y el “apto médico”?
-Andá a saltar la soga diez minutos.
Recién ahí es cuando miré a mi alrededor y vi el gimnasio.
Era como el de “Rocky” en serio. Un galpón falto de higiene, con bolsas de
boxeo colgando por ahí, pósters viejos de viejos boxeadores, un ring
desvencijado en el medio. Había algunos recortes de periódicos con noticias
sobre algunos boxeadores que habían salido de allí (aparentemente, todos habían
sobrevivido, luego de haber recibido una paliza descomunal antes de los veinte
segundos de pelea, lo cual resultaba sumamente alentador).
-¿Dónde están las sogas?- le pregunté a mi entrenador.
-Ahí, colgadas de ese clavo.
Agarré una soga y mi entrenador me dijo: “esas son vendas;
las cuerdas para saltar están colgadas de ese otro clavo”.
-Ah.
-Bueno, ponete a saltar.
Ahí me animé y le pregunté:
-Pero… ¿No necesito un “apto físico”? ¿Un certificad…?
-¿Eh?
Miré a mi alrededor. Había boxeadores en serio. Tipos que si
alguna vez habían recibido un certificado médico fue para certificar su
nacimiento. Algunos, ni eso.
-Nada. OK. ¿Me pongo a saltar por ahí? ¿Seguro que no
molesto?
Agarré una soga (no una venda) y me dispuse a saltar. No
debía ser demasiado difícil. Las chicas lo hacen, después de todo.
-Primero enlogá- me dijo mi entrenador, y lo miré y me lo
imaginé en mi rincón, en una pelea por el título, abrazándolo como Rocky Balboa
abrazaba a Mickey.
Cierto es que tuve que agarrar mi smartphone y buscar el
significado de la palabra “elongar”. Rápido como un rayo encontré la definición
en Wikipedia y, bueno, elongué un poco (o como se conjugue ese verbo hasta
entonces desconocido) y me dispuse a saltar la soga.
Siendo como era mi primera actividad boxística, recordé esos acordes, esas notas, esa melodía que la cultura popular ha elevado a la
categoría de himno… Esas notas que cualquier hombre oye y relaciona con Rocky
Balboa, Apollo Creed, Clubber Lang, Ivan Drago…
Me refiero a “Dánica Dorada”.
Uno salta la soga y piensa en “Dánica Dorada”.
Y eché la soga hacia adelante (un “Da”), salté para dejar
pasar la soga por debajo de mis pies (un “ni”) y dejé caer mi cuerpo mientras
la soga pasaba por detrás de mi espalda (claramente, un “ca”).
Y fue ahí cuando sentí un relámpago de dolor en la espalda,
un disparo de una .45 en mi columna vertebral.
Y me sentí morir.
Y eso fue a los, a ver, déjenme ver… “da”, “ni”, “ca”… A los
3 segundos de haber empezado mi primer clase de “boxeo recreativo”. Mi primer
salto a la comba.
Sentí que me había quedado paralítico. Supe con certeza que
así como me hube comparado con Umberto Eco, esta vez estaba en condiciones de
compararme con Stephen Hawking. Y una vez más, la comparación era en cuanto al
estado físico.
¿Y qué hace un guapo ante una situación semejante? ¿Se
retira a los veinte segundos de entrenamiento diciendo “tengo una contractura o
seis fracturas de vértebras”?.
No, un guapo sigue. No queda bien decir: “Me jodí la columna en el “do”
de “dá-ni-ca-do-ra-da”, en medio de un gimnasio donde hay tipos practicando
boxeo para ganarse la vida.
Y durante una hora y cincuenta minutos más, salté a la
comba, corrí, le pegué a una bolsa (quizás la bolsa de basura, pero cuenta), me
recosté contra las cuerdas del ring para ver qué carajo se siente al recostarse
contra las cuerdas de un ring…
Volví a mi casa.
Al día siguiente estaba en la guardia de la obra social,
sacándome placas de la columna y con un diagnóstico de contractura,
rectificación y “¿Sos boludo? ¡Dejate de joder, macho!”.
Hace tres semanas que estoy drogado con Tramadol (un opiáceo
que me calma el dolor y me hace ver el lado divertido de esta aventura y de
muchas cosas más), aplicándome una almohadilla térmica cinco veces por día y leyendo
libros de Umberto Eco.
Pero pienso volver. Cuando me recupere, pienso volver. Aunque
sea como el tipo que sostiene el balde para que los boxeadores escupan.
El boxeo es lo mío.
Digan lo que digan.
Yo, Adrian, we will do
it.
Dictado (ante la imposibilidad física de mover los brazos
para escribir en una computadora) en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, a
los 25 días de enero de 2013.